La gloria es solo fachada, le dijo entre sollozos Tina Nabetse. Ella sabia que no era fácil alcanzar el amor entre tanto envidiado oropel. Rubias de ojos triste, elegantes y codiciadas rubias.
Bellezas disputadas y que ruedan de mano en mano, de mano elegante, en elegante mano. Presentes para hacer negocios, bodas para vincular imperios, Nancys escuálidas a fuerza de dietas atroces y ansiolíticos. Jarrones educados en elitistas colegios, muy lejos del calor del inexistente hogar.
Tina Nabetse, sabia muy bien que su caro brillo, era muy caro, como fue caro el precio que pago su madre, reina de todas las fiestas, bella entre las bellas, y sin vejez, porque en la fría mansión se evaporo pronto, consumida por el último esceso, ahogada en su vomito.
Fue muy grande el entierro de Dora Lívano de Nabetse. Tina regreso del internado en Escocia para los últimos fastos de la Livanos, para el funeral de aquella madre ausente, que en todas las fiestas estaba siempre presente.
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