sábado, 20 de octubre de 2018
Taveras
La torrencialidad atrae a las babosas, atrae a los limacos, los aviva y despierta. Llovía a cántaros y las transparentes y empañadas cristaleras que daban al patio se llenaban de babosas, que surcaban el húmedo mar de vidrio. La lluvia todo lo lava, pero también despierta la viscosidad de las enormes taveras, que con su aspecto repulsivo activan fobias.
Aquella noche de oscuridad temprana, de nubes de plomo y lluvia inmovilizadora, había despertado los miedos de Valente, los miedos a la blandura, a las charcas, al barro, a esas aguas sin fondo visible, a la turbiedad, a las sanguijuelas que habitan esos lechos oscuros e infectos de las lagunas. Era muy pequeño Valente, cuando rodó por el desfiladero de los abejarucos, y cayó al pantano, y lo engullo el pantano, y lo engullo su barro, y se pegaron a su cuerpo de infante las sanguijuelas. El recuerdo de todo aquello era lento, era tormentoso y lento, era paralizante. Horas casi eternas, agarrado a aquella encina seca, enredado en sus ramas secas, que como garras le asían, le salvaban y le amedrentaban. Sin ausilio espero horas, espero entumecido. Aquella tarde larga, traída al presente, por la tormenta y con las enormes taveras que surcaban el mar de cristal y bruma, mar que crujía golpeado por la furia del viento y la lluvia, mar de sanguijuelas y miedos, mar de recuerdos de dormido infierno, desde la calidez del sofá, sin frío, seco y acurrucado sobre Lala, esperaba que volviera la luz perdida tras el imponente rayo, que volviera la luz artificial que iluminaba la estancia, la luz que con el estrépito del aparato electrico de los relampagos, nublo la sala.
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