viernes, 29 de noviembre de 2019

Cleofé Torres



La soledad con demasiada frecuencia no aviva el ingenio, genera torbellinos, vórtices que engullen la paciencia de resignados que desde la caridad aguantan la vacuidad de los estúpidos detalles, la magnificación de lo somero, de lo rasante, de lo insignificante y mondo.
Cleofé nació necia, creció entre sandeces, y maduro y macero inculcadas necedades.
Ella seguro que jamás lo oyó en su casa, porque no eran muy de reflexionar los Torres, "hay gente que nace para ser monda, gente que tiene existencias vacuas, gente que ocupan un sitio, pero nada más."
Era lechosa, floja, blanda. Nadie la estimo, nadie la reclamó, virgen se murió. Fue, como su abuela, estanquera, si uno pensaba en ella, siempre la imaginaba allí, sentada en la mesa que tenían arrimada al ventanal, moviéndose poco o nada, porque era muy frecuente que te dijera:
- Cógelo tú.
Habitualmente te atendía Pilar, que aunque estaba en la cocina, que era un cuarto contiguo a la sala del estanco, salia siempre que entraba o sentía a alguien. La Señora Cleofé, que es como la llamaron con el correr del tiempo, vivía allí, comía allí, merendaba allí, hacía solitarios a las cartas allí, rezaba el rosario, antes con su abuela y ahora con Pilar, allí. Era impensable entrar en el estanco y que no estuviera allí. Imaginamos que no dormía allí, pero a saber, porque cuando cerraban el negocio, cerraban el ventanal y no sabíamos ya que ocurría allí.
Todo era inane en Cleofé, hasta su narrativa barata con todo lujo de detalles inútiles, era experta en narrar segundo a segundo sus absurdos días de inacción, en contar como alguien compró unas cerillas, o compro unos sellos y como se los envolvió Pilar, en un trozo de periodico, un trozo del periodico que ella tenia en la mesa, que no era un periodico del día, ni de ayer, ni de antes de ayer, ni de antes de antes de ayer, era de más atrás, más viejo, vamos que no servía para nada, claro, salvo para eso y para trocearlo y ponerlo en el retrete.
Cleofé salía tan poco de ese estanco que aunque el negocio estaba al lado de la Plaza de la Iglesia, no iba a misa, por vagancia, pero lo justificaba por que tenia que atender el estanco, lo que si era cierto es que abría por las mañanas, a las ocho y cerraba según el día entre las ocho y las nueve de la tarde, comían y vivían allí, ella y su abuela y luego ella con Pilar. No iba a misa pero, Don Genaro le llevaba la comunión los domingos, y se la llevaba porque le dejaba casi gratis el tabaco.
En el estanque de desidias del pacato pueblo, ella tenía su nicho, su parcela de autosuficiencia legada, su servicio y rentas, rentas mondas pero al fin y al cabo rentas.
Era evidente que no iba a cambiar el mundo, ni de ella dimanó cambio alguno, lo heredó y como tal lo heredó pero más degradado lo dejó. A ninguna meta aspiro, ningún objetivo, ningún sueño. Se limitó a vegetar en su sillón de enea, arrimada a aquella añosa mesa camilla, que la vio nacer y la vio morir. Se limitó a ver pasar los días, las estaciones, los años. Se limitó o quizás nacio limitada, corta, necia. Vivió sobre el papel pautado en el que vivió su abuela, vivió contando monotonías, leyendo el mismo misal día tras día. Encaneció, se ajo, se marchito sin que nadie la manoseara, ni vibró, ni se conmocionó con nada, a nadie amó, nadie la amó, si la pretendieron pero no por ella sino por el estanco.
Y un otoño, después de ochenta años sin salir de aquella celda con olor a tabaco y a caramelos de menta, murio como vivió, de modo ridiculo, sin dramas, ni tragedias, pero si con un poco de comicidad, le sobre vino un mareo y se ahogó en un colmado plato de sopa que le había hecho Pilar, el abnegado cero a la izquierda de la blanquecina estanquera, de la señora Cleofé.

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