lunes, 2 de diciembre de 2019

Amanda, La Marquise


Amanda fue musa de Estanislao Vinuesa, el pintor de Santos y bodegones, de Nuño de Azaba.
Aunque en su plenitud la belleza de Amanda, nunca fue captada por los pinceles del artista, si capto Vinuesa, el pérfido brillo de su mirada azul, la inquietante perdición de la alocada de los Cabeza de Vaca.
Las Virgenes de muchas alcobas de la comarca, tenían esos ojos maliciosos de Amanda.
Estanislao, como muchos otros, cayó en sus redes, pagando muy caras sus atenciones, su temperamento veleta y su inconstante interés, los estiajes de sus caricias.
Amanda Cabeza de Vaca, divina de por casa y guapa a rabiar, era muy inestable emocionalmente y en seguida afloraron en ella las patologías de su linaje.
El banquero Marat, tambien perdio su atinado seso por ella, su mujer Cecilia Calderón miraba para otro lado intentando no ver este affaire, pero era de dominio público que pasaban muchas noches en la suite real del Hotel Embajador. Carlos Enrique Marat, no tenía problemas con la dispersión de la joven, el sólo reclamaba de ella su parte del pastel, la atención tasada y pactada, algo que Amanda cumplía con demasía, por ser el banquero su principal benefactor.
Amanda vivía en la noche, repudiada por su familia por sus permanentes escándalos, pero eso no impedía que fuera invitada a casi todos los saraos de Nuño de Azaba. Era díscola musa de provincianos poetas, favorita de comerciantes y terratenientes. Era una perdida, que vivía colmada de caprichos por los que de ella recibían atenciones.
Vivir de prisa, fuerza a exprimir las horas, a aprovechar un tiempo que para todos es el mismo, pero que el vicio y la locura apuran, robando horas al sueño, al descanso, sus días eran enormes, le daba tiempo a hacer de todo, estaba en todas partes, de modo intenso. Días prolongados por obra y gracias de los fármacos y narcóticos a los que tenía acceso a través del boticario y del mundo del hampa del Puerto de Azaba.
Sus noches y sus días, sus fiestas y sus farras, eran sonadas y cuanto más sonadas más expectación levantaban, más moscones en torno a ella, más circo y más locura.
En los locales de altas horas, donde solía llegar con una pléyade de afines, la conocían como La Marquise. Amanda y su loca estética, sus estolas de zorro, de plumas de marabú, sus ojos ahumados con khol, su piel nívea y sus labios de carmín.
 - "El dinero es un buen siervo, pero es un mal maestro"
Le dijo un día Alfonso Ullate a la divina Amanda.
- Te has acostumbrado a las cosas fáciles y no siempre las tendrás.
Y ese declive llegó, y llegó mucho antes de lo imaginado, llegó y arrasó.
La Marquise, se dejo monopolizar por un partenaire, de su talla, similar en correa y vicios a ella, pero más listo, un compañero que fue creciendo a su sombra y terminó por eclipsarla.
Terencio Ulbricht, era arrebatador, felino, ebúrneo, grácil, un mulato manipulador curtido y surgido de los arrabales, que la exprimió a su antojo, trazando a su costa una red de relaciones y dependencias, se conbirtio en un atractivo conseguidor, que penetro hasta en las capas más altas de la sociedad de Nuño de Carpio. Él era el que le conseguía a Amanda todo lo que su frágil y divino cuerpo pedía, demandaba, para que siguiera la fiesta, la incesante marcha. Su cara de angelical Luzbel, empezó a resentirse de los estragos y comenzaron a aflorar las manías de su sangre, las impertinencias y las salidas de tono. Y fue Terencio el que para mantenerla docil y calmada la inicio en la heroína, el placentero estado de limbo en el que entraba fue apagando su felinidad.
Así comenzó a diluirse, a dejar de lucir su ímpetu alocado, su desparpajo y su regia ralea.
Y una mañana apareció tirada en el frío mármol del baño de la suite real del Embajadores, tirada y envuelta en su estola de zorro plateado, con sus ojos ahumados y azules, abiertos y mirando al cielo, a la lámpara de centelleantes cristales.
Su entierro fue privado, parco, por deseo expreso de su familia, la velaron a puerta cerrada en la casa palacio de los Cabeza de Vaca y la enterraron en la intimidad en su panteón hidalgo del cementerio de San Sebastián de Nuño de Carpio.
Pero la devoción no termina con la muerte, y el pintor de Santos y bodegones, pagó y a la noche siguiente la desenterraron, con sigilo, sin hacer ruido, sin dejar huellas y la llevaron a la clínica de Honoré de Sue, que era un médico obsesionado con la embalsamación, con los distintos sistemas que existían para preservar cadáveres, para impedir que se corrompan los cuerpos tras la muerte. Aunque estos métodos para ser muy eficaces requieren de la inmediatez, y el cadáver de la bella Amanda llegaba tres días tarde. Al examinarlo el doctor Honoré, vio que el hecho de haber llevado una vida tan disoluta, había ralentizado la incipiente descomposición, era un cadáver envenenado.
La bella diva, estaba desnuda, lívida, sobre la mesa de las disecciones, el doctor empezó a bombear por sus arterias una mezcla de formol, acetato y cloruro de aluminio, y así la dejó en reposo impregnada desde dentro y vendada con gasas ungidas en esta solución y parafina, dos días con sus dos noches.
Ni que decir tiene que el doctor Honoré de Sue, era muy aficionado a estos trabajos, de hecho realizaba encargos de momificación y taxidermia para aristócratas y pudientes, para sus gabinetes de curiosidades, gabinetes secretos, porque estas atrocidades estaban penadas por la ley y la moral católica imperante.
Amanda estaba siendo convertida en reliquia inmortal de una belleza desordenada y gloriosa. Curiosidad de un gabinete onanista, de un coleccionismo insano, musa eterna de un pintor provinciano y de provincias, que quería poseerla en exclusiva, siempre, fruto de una mal saciada pulsión.
El doctor Honoré de Sue, inyectó en el sistema arterial una emulsión de parafina y sebo de oveja fundido, para preservar los tejidos de la descomposición, para salvar de la irremisible pudrición un cuerpo maltratado por su moradora, un cuerpo que rindió y fue rendido, un bello envase que con aquellos ojos azules y vítreos había perdido su fatalidad, y habia mutado como mutan los recuerdos almibarándose en la frágil memoria, que acomoda el pasado a la conveniencia del narrador que lo decide rememorar.




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