domingo, 8 de diciembre de 2019
Sin serenidad no hay porte
Sin serenidad no hay porte, la distancia mayor la marca el comedimiento, la calma y la frialdad.
Somos la inabordabilidad que imponemos a nuestros días, la estanqueidad de nuestro séquito. el ensimismamiento y toda su fanfarria de fantasía.
- ¿Quién no ha sufrido un exilio?
Las derrotas son parte consustancial de las victorias, son el peaje a pagar para vencer.
En la pequeña sala estaban Altagracia y Amadora, platicando de trivialidades, hablando de lo que habían perdido, del precio que impone la urgencia, huir para salvar la vida.
- Vivimos marchitándonos en esta ciudad sin iguales, sin generales, ni condes.
Altagracia era todo frivolidad, sólo atinaba a hablar de encajes y alhajas, no se resignaba a la provinciana gloria de Leterete, ciudad un poco pacata, donde no había mucho sitio donde brillar, ni salones a los que ir.
- Además ese capitán que vive aquí, ni siquiera me pretende a mi.
Decía Altagracia, mientras miraba sus pulidas uñas y la lanzadera de amatistas de su dedo índice.
Huir de una revolución es siempre una tragedia, huir dejando atrás Iglesias en llamas y palacios saqueados, por la enfervorecida turba, que como una veleta vira en cuestión de segundos y odia o aclama al viento imperante.
El Marqués de Sotoyermo, puso a salvo a sus hijas, pero él, no corrió la misma suerte, encontró la muerte en una checa, después de haber pagado una gran suma para que lo pasaran a territorio extranjero.
El pueblo había abrazado una republica, que prometía escarnio y que la tierra, todo, cambiaría de manos. Y la verdad es que poco cambió, salvo que los líderes locales ajustaban cuentas asentadas y repartían el botín incautado a los huidos o a los asesinados entre su circulo de confianza, entre unos cuantos.
Nada suele cambiar con las revueltas, salvo que algo de poder y de riqueza cambia de manos, pero nunca todo, porque son muchos los que se travisten y apoyan a quien antes denostaban. Pero jamás se cumple la quimera de que todos sean iguales, porque nadie es igual a nadie. Y bien lo decía Dios, con la parábola de los talentos, hay quien pierde lo que le toca en suerte y hay quien multiplica lo que le ha tocado ganando lo que el otro ha perdido. Guerras cainitas que la envidia incendia y envidia que asesina al envidiado.
En Leterete, las hermanas Garay de Tresserra, seguían esperando que volviera su padre, porque ellas ignoraban la suerte que había corrido intentando salir de España.
¿Quién no ha sufrido un exilio? Era una pregunta retórica de quien en la adversidad encuentra la tilde diacrítica que lo distancia y distingue.
Nadie es nadie sin referencias, sin estar referenciado, sin estar inserto en un contexto. Altagracia y Amadora habían perdido sus referencias en aquella gloria pacata, de días de viento cargado de salitre y arena, de días de bochorno y moscas. De huidos con las manos vacías, que buscaban su suerte.
En Leterete no terminaban de encajar, pero la tardanza de su padre las iba a obligar a elegir destino, porque sin dinero no se puede esperar y sus fondos se estaban agotando, allí ellas no eran nadie, sólo dos niñas bien que ya habían comenzado a vender sus joyas.
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