La vida nos desdibuja, borra nuestra furia, mancha nuestro brillo y arruina los níveos orientes de la frescura con la que intactos empezamos a vivir.
Nada hiere más que verse fenecer, ver como los días opacan el brío. Como la seda de nuestra piel se llena de surcos, de los surcos de los días felices, de los surcos de la infelicidad.
Áridos son los postrimeros amaneceres, las lunas de las noches de tristeza infinita.
Isolda, nació para brillar entre candilejas, nació con el destino marcado por el traqueteo de la carreta, de las barracas que montaban en los pueblos, en los que por la voluntad, sus padres ponían en pie los versos de Garcilaso, los poemas de Lope de Vega, los populares estribillos de Góngora. Palabras bellísimas que en la boca de Ulpiano y Lucrecia, cobraban vida y retumbaban febriles en las lóbregas plazas, en los arrabales de las moscas, en los descampados de las ferias.
¡Oh niebla del estado más sereno,
furia infernal, serpiente mal nacida!
¡Oh ponzoñosa víbora escondida
de verde prado en oloroso seno!
Es una riqueza que no compra pan, que te impide acomodarte, que te obliga a vivir en camino y a no saber en qué pueblo o fosa común te enterraran. Isolda, sabía mucho de esto, de perder a un compañero tras una función, de amortajarlo tras los aplausos y después de pasar la gorra, y de enterrarlos al alba en una tumba sin lápida y emprender de nuevo la marcha, olvidando dónde has enterrado al camarada de aplausos, el lugar donde descansan los restos del que llegó con sueños, penó por los caminos soñando y murió recitando desvelos de poetas inmortales. Poetas que también penaron y murieron pasando hambre de comprensión, poetas malditos y olvidados, genios de las palabras que llegan al corazón, maestros de elevado y sublime verbo.
- ¡Que vienen los titiriteros!
- ¡Que vienen los titiriteros!
Gritaban los niños cuando los veían llegar al pueblo.
Noble oficio el de entretener, el de acercar las palabras a los que no sabrían nunca expresarse de ese modo con ellas, a los que sentían que sus sentimientos eran los mismos que declamaban Ulpiano, Isolda y Lucrecia. Con las caras blancas de cerusa veneciana,los labios rojos y los ojos negros, salían a escena a interpretar, con las manos, con los gestos, con la muecas, amores, celos y vendettas.
Tanto el temor con el amor conforma
que era pedir centellas a los hielos
estar ausente y no tener recelos
aun a la sombra que el pensarlo fuera.
Esa noche el noble oficio no fue muy rentable, tras recoger el instalache y cenar frugal al calor del fuego y de un lugareño vivo, tocaba dormir un poco para volver a emprender la marcha y recorrer los pueblos dormidos.
Era mediodía y decidieron parar en una rivera, para descansar y comer, y que los mulos y caballos se repusieron, cuando de un baúl de mimbre salió un zagal que entumecido se desperezaba estirando sus largos miembros y gritando mientra desagarrotaba sus piernas y sus brazos después de haber estado metido todo un día en aquel pequeño baúl.
- Quiero irme con vosotros, quiero vivir la vida recorriendo pueblos y no encerrado en la cortedad de mi Villa, rodeado de villanos y sintiéndome infeliz e incomprendido.
Ulpiano le hecho una terrible bronca, diciéndole que no había allí sitio para él, que no eran una compañía dedicada a la caridad......
Pero medio Isolda, que vio en el chaval su porte masculino y su gallardía y se prendó de ella:
- Padre, donde comen siete comen ocho, seguro que nos viene bien, déjelo y no lo abronque más, que parece despierto y espabilado y con su gracia y galanura de seguro que pasándolo él, nos llena el sombrero.
Y donde comían siete, comenzaron a comer ocho, y Palmiro se incorporó a la troupe, y aprendió a recitar y a embelesar a las mujere y a los hombre con su porte espigado y sus trazas hidalgas. Y demostró tener una picarona galantería que intranquilizaba a Isolda, que estaba colada por él. Claro que era difícil colarse por alguno de los otros hombres de la por el Enano de Abraham o por el que compartía carromato con él, el viejo Inocencio, o con Marcelo que a parte de estar casado con Ifigenia y ser muy buen cómico, tenía muchos años y un fuerte y rancio olor corporal que él no hacía nada por mitigar.
Palmiro paso a compartir carromato con Abraham e Inocencio, por cuestiones lógicas. Claro que a falta de pan buenas son tortas y Palmiro terminó cediendo a la calentura de Isolda y de seguido como era lógico con la aquiescencia de Ulpiano, la compañía pasó a tener una cuarta carreta, la carreta de nueva pareja y no tardó Isolda en quedar en estado de buena esperanza y la troupe se inundó de alegría ante la llegada de tan joven miembro a la caravana de los trovadores.
Ellos no tenían cuartos para festejos, pero en uno de los pueblos en los que se instalaron, al día siguiente había una boda, y los padres de la novia les pidieron que se quedaran para amenizar la fiesta y que además de cobrar, podrían comer cuanto quisieran, y claro está ante la expectativa de quedarse bien saciados de viandas, dulce y vino, aceptaron.
Actuaron, incluida Isolda a pesar de su avanzada preñez disimulada bajo un miriñaque y una pesada túnica de terciopelo púrpura. Palabras de amor galante, comicidades y música de bandoneón. Y después a comer hasta hartarse. Así hicieron, pero Abraham se extralimitó tanto, que le dio una perpejía, tuvo que llevarlo al carromato Palmiro, porque no se podía ni mover, en el banquete pensaron que se había agarrado una buena curda el enano. Cuando Inocencio dejó de tocar y se fue a verlo no tenía buen color y tiritaba con sudores fríos bajo una manta en su camastro. Tras cobrar emprendieron la marcha aunque era de noche, había luna llena y el cielo despejado dejaba ver el camino, pararon muy a las afueras, porque Abraham estaba cada vez peor y por respeto a la boda no querían que muriera en el pueblo. Y a la luz de la inmensa luna y al lado del fuego, Abraham se marchó, rodeado de los suyos y diciéndoles que gastaran sus ahorros en un buen ataúd y en una lápida que pusiera su nombre, que no quería desaparecer en la tierra sin una señal que dijera que Abraham estaba allí.
Al llegar a Salorino, hablaron con el cura para que oficiara un entierro, le compraron el mejor ataúd y para que su pequeño cuerpo no se moviera en él, lo calzaron con toda su ropa, y con sus tres libros y en las manos un rosario que tenía de su madre, y encargaron al cura la manda de la lápida y que le dijera algunas misas, con el dinero que dejaba el pequeño trovador.
Tras el entierro la vida se abrió paso, y en el pueblo donde descansaría Abraham, vivo al mundo el hijo de Palmiro e Isolda. Nació en el carromato, fue un parto fácil a pesar de ser una primeriza, lo asistió una comadrona local, Venancia Zanca, ayudó a venir al mundo a un precioso varón que por unanimidad se llamó Abraham. Volvían a ser ocho en los carromatos y volvían a ponerse en marcha.
Es traqueteo de los caminos acunaba a Abraham, el traqueteo quemaba etapas y escribía renglones torcidos en las plazas, así pasaron unos cuantos inviernos, y tras una triste actuación en Tamurejo, hubo que llamar al cura del pueblo, de la Iglesia de Santo Toribio de Liébana, para que diera la extremaunción y confesará a Marcelo, que tras la función que habia hecho aun estando ya muy mal. se desvaneció tras salir de escena, tras recitar unos premonitorios sonetos:
Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura de estos huesos
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola detuvo.
Aquí la rosa de la boca estuvo,
marchita ya con tan helados besos;
aquí los ojos, de esmeralda impresos,
color que tantas almas entretuvo;
Aquí la estimativa, en quien tenía
el principio de todo movimiento;
aquí de las potencias la armonía.
¿Oh hermosura mortal, cometa al viento!
En donde tanta presunción vivía
desprecian los gusanos aposento.
En el carromato el cura lo confesó y le ungió con los oleos, recitando en latín mucha palabrería y surtió efecto, porque no se murió, a la mañana siguiente aunque aturdido, estaba vivo, pero estaba cambiado, estar en el umbral del más allá, le hizo tomar la decisión de abandonar esa vida, de pasar sus últimos días, en el pueblo de sus padres, teniendo cerca a sus hijos, que ni habían seguido sus pasos, ni tenían un ápice de su espíritu titiritero. Ifigenia, era de la misma opinión, era una vida dura la de penar por los caminos llevando a los pueblos galantes palabras de amor, cuando los reumas aquejaban sus cuerpos. Aquella mañana, tras ir a ver al milagroso Santo Toribio, los carros salieron de Tamurejo, dividiendo los destinos; Ifigenia y Marcelo tomaron el camino de vuelta y los otros tres carros siguieron el marcado peregrinar.
Llegó la primavera y con la floración un poco de alegría, Inocencio se animó con la estación de los colores y su bandoneón, se alejó del tono quejumbroso marcado por las pérdidas, si él hubiera podido abandonar la ambulante comitiva, lo habría hecho, pero no tenia ningun lugar donde ir, y lo más parecido a una familia que tenía era era a Ulpiano y a Lucrecia, al joven matrimonio y a su sobrino postizo, el pequeño Abraham. Vivir recorriendo caminos genera muchos surcos y afianza el afecto de los que en ese vagar de cómicos comparten contigo el excluyente talento, que es estar tildado por las musas del arte de la escena, no ser capaz de vivir en una casa, en un pueblo y agarrando un arado o una azada. Ser cómico aísla y condena al trovador a una maldita endogamia, de seres libres que pagan el alto precio del desarraigo.
Inocencio, se avivó con la primavera, soporto el calor y las moscas del verano, pero se deshojó el otoño y se marchó cuando llegó el invierno. Ni siquiera el pequeño Abraham pudo retener al espíritu libre, a la voz quebrada de Inocencio y su bandoneón. La compañía de los tres carros cambió su recorrido y volvió ese invierno a Salorino, y allí sintiendo aquel pueblo como última parada, tocó por última vez y tras retirarse a su carromato, ya no despertó más, sabia que aquel era su sitio, por eso quiso volver allí, para descansar con Abraham, el enano del enorme corazón, su compañero, con el que había recorrido tanto y con el que quería descansar.
Dura vida la de los cómicos que llevan alegría a los pueblos y se guardan para sí tanta tristeza. Los tres carretas volvieron ligeras a Ciudad Real para renovar la compañía, para guardar un duelo que el ajetreo de llevar a los pueblos palabras de amor, no les había permitido aún.
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