miércoles, 12 de febrero de 2020
Filipo y las golondrinas
En su ventana siempre había golondrinas, siempre había migas de pan en su puerta.
Uno no elige tener en corazón enorme, uno acepta y asume que se empapa sin quererlo del dolor ajeno y hace suyas todas las penas.
Filipo Bergamín, lloraba por nada, o quizás sería más correcto decir, que por todo lloraba.
Es irremediable nacer sensible, nacer con una empatía desmedida, que nos fuerza a cerrar los ojos para no ver, para no sentir el desasosiego que existe alrededor nuestro.
Su madre, siempre le reprendió por su susceptibilidad, por esa sensiblería desmedida, que le convertía en un niño ñoño.
Filipo, siempre sintió las necesidades de su alrededor como una responsabilidad, una enorme tarea que le obligaba a alimentar palomas, gatos, gorriones, perros, indigentes. Le impelía a sufrir con sólo pensar, que algo que estaba en su mano atender, quedaba desatendido.
Vivir para Filipo, era un tormento, un extraño tormento, que tenía alguna que otra satisfacción.
Entregarse en cuerpo y alma a los demás, no entraña que los demás se entreguen o desvivan por ti, ni siquiera que entiendan y respeten tu generosidad. Tan era así esa falta de comprensión, que era el hazmereir del pueblo, y lo único que recibía por tanta abnegación eran burlas.
El peso tan excesivo del rechazo, le forzó a aislarse, a cuidar el pequeño mundo que vivía entorno a su casa, a sus golondrinas, a sus gorriones, a las flores y las plantas de su patio. Se enclaustro y ensimismo, y dejo de sufrir, porque cerrar los ojos conlleva no ver los desastres de este injusto mundo, las injusticias de unos para con otros, los renglones torcidos de los demás, que él, si los veía se obstinaba en enderezar.
Diez años vivió en ese ensimismamiento, en aquel ascético retiro, hasta que tanta frugalidad y tanta desconexión con el mundo distante del rechazo del pueblo, le cerró los ojos para siempre, sentado en su jardín, al sol, con el ronroneo de su gato en el regazo, sin hacer ruido y sin importunar a nadie. Y nadie le hecho de menos en muchos días, y se entumece solo, en las noches frías de aquel invierno, en la indiferencia de los que se reían de su hipersensibilidad.
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