Con su mano izquierda, le cerro los ojos, mientras su mano derecha seguía empeñada sobre su pecho, en sentir el latido ya inexistente de su corazón. Las despedidas saben a niebla y a hiel.
Sebastián, sentía como se desangraba por dentro, no por perder a su madre, sino porque perdía el referente para seguir allí, para seguir aguantando aquel infierno. El abismo se abría ante él, el vértigo de un horizonte fatal e irremediable. Aquella noche fue enorme, negra, inmensa. Pero tras la deflagración, uno se recompone, tras llorar un océano, tras perder la tersura, la sonrisa, el brillo, uno, aunque tarde se levanta.
Era libre, torturadoramente libre, tristemente ajado pero estaba desatado. Era libre, estaba solo y vacío, y ansiaba sacrificarse por aquel placer que siempre se había negado, por aquella pulsión que clamaba, a pesar de estar encerrada bajo siete llaves, con indómitas voces.
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