Florinda del Porco, nunca tuvo claro su sitio, jamás entendió que arribar a una costa no es lo mismo que poner una pica en Flandes. Entró en escena rodeada de la peor de las cortes, o mejor dicho de las más ajadas cortesanas. Floripondio, como la llamaban en Regatera de los Destellos, su pueblo natal, calles y corralas que la vieron mocearse y en cuyos mentideros tempranamente se dieron cuenta de sus melifluos y floridos ademanes y por eso en las reuniones de alcahuetas, nunca la llamaban Florinda, sino Floripondio, o La Porca de la Floripondia. Como era lógico y casi necesario, Florinda, partió del pueblo a buscar la fortuna que le negaban su cuna y sus cainitas paisanos, ella siempre supo que nunca sería profetisa en su tierra, siempre supo que al único altar al que podía aspirar era el de la angosta capilla familiar en el cementerio del pueblo, y digo angosta porque ella y sus negros faldones en tan estrecho panteón no podían ni entrar. Cegada por los envidiados brillos de las Santa Vírgenes de Sevilla, se escapó una noche de agosto, mientras las lágrimas de San Lorenzo iluminaban el cielo, con un tratante de ganado, con un chalan de chotos, con un vulgar mozo viejo, que de tanto tratar con vacas, se prendo de las carnes rosadas de ternera de Floripondio.
La alegría en la ciudad de los faralaes y los mantones le duro poco a Florinda, el brillo del tratante era escaso y se cansó pronto de él y de competir con tanta vaca de cuatro patas. Y de allí partió para tierras más castellanas, para las tierras de los bolillos y las cocinas tejavanas donde se curaban las matanzas. Como falsa moneda que de mano en mano va, en las manos de Serapio Montón para Candelario partió. No estaban hechos sus faldones negros para estar entre tantas pavesas, para estar entre tanto puchero y tanta lumbre que estaban ahumando su raquítica belleza. Y una noche de agosto, bajo las perseidas, volvió a coger el petate, y en carro de bueyes, se fue a probar fortuna a una venta entre Cadalso y Santibáñez. A la venta de Leocadio Sebuto, llegó magullada por el traqueteo del camino, pero la necesidad no da respiro y nada más llegar molida y zarandeada, tuvo que ponerse a pelar patatas. Pero las ínfulas de la del Porco, no daban tregua y dos noches y dos días bastaron para que Floripondio se clavara de rodillas a pulir el sable de don Genaro y lo uno llevo a lo otro, y a la mañana siguiente partió por el camino de Los Pajares, rumbo al Ventisquero, la finca de don Genaro Becerra de Leporín. Ya en la finca, costo un poco hacerse con las riendas de todo, pero como se suele decir puede más una buena mamada que dos carretas, y todo fue rodando y llegó que la concubina ocupo el dormitorio principal y que mamada tras mamada, Floripondio a don Genaro, le sorbio el poco seso que tenia, le nublo tanto el discernimiento, que en agosto con las perseidas, don Fermín, los caso en la capilla de la finca, una ermitilla al lado de la laguna Borbolla. La Porca, tras ser señora de Becerra y ama del Ventisquero, corrió a la ciudad a contratar un decorador que diera lustre y brillo a su casa, una casa rancia y añejada, que ella ansiaba remozar. Dos días en la urbe bastaron para regresar con La Chamorra, un hortera que encandilo a Florinda, con sus ademanes y con la misma ansia de notoriedad que ella. La Chamorra, era una disparatada loca dominguera que decoraba la iglesia de San Juan de los Ovejeros, una advenediza que se había abierto un hueco en el mundo de las flores y los trapos ayudada por don Calixto Palente, cura titular de la parroquia más concurrida y rica de la capital. El afán de preeminencia atrae iguales, hace que colisionen sus ambiciones y La Chamorra y Floripondio, eran muy iguales, ordinarias gotas de agua.
Al decorador, lo acomodaron en en cuarto próximo a las escaleras, en primera planta, en la planta noble, no con los criados domésticos que vivían en tres cuartos pegados a la cocina. La Porca, hizo muy buenas migas con La Chamorra y por las noches cuando se dormía su señor, se acercaba al cuarto de Javier Chamorro, para cacarear con él y contarle sus cuitas y desvelos. Meses duro remozar la villa, mover muebles de sitio y poner telas y teatrales cortinones de adamascados despampanantes y de colores violentos. Los viajes a comprar a la urbe y tantas horas juntos, convirtieron a la señora y al decorador en uña y mugre, en inseparables cómplices.
Encarna, el ama de llaves y la que llevaba las riendas y el peso de todo el trabajo y por consiguiente la distribución de tareas de la casa, trato varias veces de sacar a don Genaro de aquel letargo y embeleso en el que lo había sumido Floripondio, pero fue imposible, el sexo nubla la mente y el Becerra de Leporín, la tenía pero que muy nublada.
La Chamorra y su afán de notoriedad vieron en Florinda del Porco de Becerra de Leporín, la oportunidad soñada para prosperar y llegar al Olimpo de las flores de talco, de los brillos de stras, de Vírgenes vestidas a la sevillana, de los mantones de manila y la hortera gloria mundana.
Confabular entre tanta charla y confidencia, entre tanta proyección de anhelos, de vicios, de sombras, era algo que llegó rodado. Así, una noche después de dejar dormido a Genaro, Javier y Florinda, idearon precipitar los acontecimientos, ayudar a la fatalidad y conjurar a las Parcas, los sueños no podían esperar.
Don Genaro, realmente era natural de Santibáñez, era de la Villa de los Hoyos, allí había nacido y allí estaba su patrimonio familiar, porque el Ventisquero era la dote de su mujer, de Crescencia Benito Ojesto de Mandolín. La pobre Crescencia, amen de ser estéril y bastante pánfila, murió pronto y todo paso a manos de Genarito, como le llamaban en casa y lo llamaba Crescen, su primera esposa.
Nada ya podía espera, y no había nada mejor que una visita a la casa de los Hoyos, para allí, lejos de Encarna, y del servicio del Ventisquero, diseñar un plan. Con la escusa de dar una vuelta a la casa y ponerla en orden para poder pasar algunos días allí, y codearse con la flor y nata de la Villa de la Sierra que tenia más clase y pedigrí.
Los matrimonios concertados son así, los Benito y los Becerra tenían claro que los matrimonios por amor o por vicio, no hacen crecer ni la posición, ni el patrimonio, por eso juntaron a los dos faltos, a los dos cándidos, a Genarito y a Crescen, Los caso el obispo y no en San Martín de Trevejo, pueblo natal de la novia, los caso en la Villa de los Hoyos, porque la iglesia de los Hoyos, tenia más relumbrón, y por las bien empadradas calles de Los Hoyos, no corren regateras.
Encarna, desde su entrada en el Ventisquero, calo a la pelleja de Florinda, vio sus artes y su tufo a pretenciosa paleta, pero nada podía hacer contra los manejos de alcoba que tenían al señor turuleta. Tampoco le gustaba el sarasa del decorador y sus aspavientos grandilocuentes y vulgares, y menos aun como estaban los dos, poniendo patas arriba la casa y cambiando todo de sitio. Mil sospechas no equivalen a una prueba y Encarna aunque muy harta de aquellos dos payasos, nada podía hacer, ni demostrar, salvo espiarlos y averiguar sus cuitas.
Encarna también llegó a la casa de un modo muy atípico e irregular, llegó de Las Talliscas, un burdel de carretera donde a veces iba don Genaro. Las zorras, se suele decir, que entre ellas se reconocen y conocen, y esa era la primera y gran razón de todas las suspicacias de Encarna.
La primera victima que se cobra un siniestro es la inocencia. Florinda arrastraba el estigma de su infancia de señalamientos y abusos, la tacha de su padre era un baldón que como un sobretodo pesaba plúmbeo sobre sus faldones negros.
Justiniano del Porco, arribó a Regatera de los Destellos a muy temprana edad, llegaron y se instalaron en la Calle Larga, en el número 73. Don Regulo del Porco, era veterinario, y en Regatera, tierra de cerdos y dehesas, tenia el porvenir con su trabajo, asegurado.
Capar cerdos y atender sus dolencias, analizar matanzas y vacunar a algún perro, les permitía a los del Porco, vivir bien y entrar en los círculos de poder, codearse con las fuerzas vivas y con los caciques locales.
De tal modo que con el paso de los años y mientras crecía y se moceaba Justiniano, los del Porco, compraron casa en la calle Corredera, compraron una finca de recreo y mandaron a Justinito a estudiar a la capital. Los estudios no llegaron a buen puerto y Tito, como lo llamaba su madre empezó a trabajar en el Banco Central, haciendo recados a Don Fausto Lendrín. De tener trabajo a prometerse, medio sólo un año. Y en agosto por San Lorenzo, se caso con Matildita Lendrín y Vasco-Tome, rica venida a menos, a pesar de que su padre fuera el director de la sucursal bancaria de Regatera de los Destellos.
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