Los pobres diablos encuentran la muerte de la forma más natural, abandonados por la fortuna, por el éxito esquivo y por una familia que cansada y desmembrada, en estos tiempos rápidos de cólera y urgencia, no está para cargas.
En el escotillón de los cadáveres esperan, ya vencidos por una adversidad sembrada, labrada, arada, estercolada con una altivez impropia de estatus, educación y clase.
Pleamar de ausencias que devuelve los frutos de una bajamar de afectos.
Jóvenes, crecidos en la bravura del analfabetismo y de unos músculos que en la edad del brío, arremetían con ímpetu las mil pagas hembras, que ensartaban en el desprecio, en las trastiendas del alcohol.
Los pobres diablos se despiden solos, del último sol, solos en el hangar de los muertos que aun están vivos, solos en el pudridero de las vulgares reinas, escombrera donde cobramos los desafectos, los desprecios y recogemos los lodos de los polvos de la calentura, de los besos no dados, de los abrazos rotos, de las bofetadas que dimos al alma, del que sin fisuras hasta la última deflagración nos quería.
los pobres diablos mueren solos, sin sentir como una mano limpia les roza la frente, les refresca los labios y les aplaca con su pulso de caricia la zozobra de las postrimeras horas, donde todo se agita en el vértigo del balance de las instantáneas perdidas, en el vértigo de tierra abierta, de la tierra que huele a muerto y a orín.
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