Mi corazón, pederna furioso,
de insolente brio se desboca.
Y como soberbia roca,
que indómita se encabrita,
Hiere y destroza mi carcelero pecho.
En el aire flota mi esclavitud,
el tirano aroma de tu pelo.
El rayo de azul cenagoso.
Tu verbo, tormento de mi aliento.
A salvo me creía yo, a mis años,
de esta pueril contienda.
Mas sitiado está mi castillo roqueño,
y herida de muerte mi hacienda.
Vago con desesperación añosa,
la senda, que me negué en los años de brío.
Padezco en mis carnes achacosas,
el infantil anhelo, de que serás mío.
Los buenos poemas deberían ser igual que conjuros, que al decirlos, materializasen ante uno ese objeto de deseo a partir del cual fueron inspirados. Deberían obtener el premio justo por su valía estética, por su virtud de transmitir hermosura de forma sublime e inusual en medio de lo anodino, y sobretodo, la gente debería saber diferenciar un poema de la paja común que abunda entre tanta morralla publicada por trovadores pálidos y sin alma, con menos poesía en sus venas que el prospecto de un medicamento. Hoy, que con internet -según dicen- se ha democratizado el ¿arte?, alguien más debería estar aquí celebrando tu poema, Ángel. Tu voz se siente intensa en esos versos acariciados por mis ojos ávidos de palabras mágicas; o quizás sea yo, que te miro diferente a los demás y te siento un producto exclusivo en mi mundo paralelo de emociones incongruentes. Pero mi intuición me dice que en un reino desratizado de estupidez, tu desorden de lluvias atravesaría más paredes humanas que las de mi obstinado cráneo taladrado de ideas compulsivas y a contracorriente. En fin… espero que tu corazón se calme sin calmarse, para que tu poesía siga al borde del infarto mientras vivas y no decaiga su tempestad de flores hasta el indefectible invierno de la muerte.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, bellas y reconfortantes.
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