viernes, 5 de enero de 2018

Altissimo y Corentin de Jesus


Corentin de Jesus, se abrasaba en la batalla interior de los celos. Altissimo, sólo exteriorizaba por Corentin, desdén. En la misma celda, pero padeciendo la distancia y la negación que imponía el soberbio y apolineo Altissimo. El corso sabía como hacer más llevadera su estancia en aquel infierno, sabia vender sus favores, vender la tersura de su piel, cambiar caricias por protección y caprichos. Corentin de Jesus, solo tenía ojos para su compañero de celda, y en  nada explotaba los talento de la delicadeza, que natura le regaló, aun asi se veía sometido a los ultrajes de cualquiera, al no saber ofertarse y negarse a transaccionar con favores, con el mejor postor. Manoseado por cualquiera, cuando podría limitar, con un poco de inteligencia, ese inevitable manoseo.
La practicidad de Altissimo, chocaba con el ingenuo idealismo de Corentin de Jesus, su negación de una realidad insoslayable, que lo iba a curtir y a hajar de forma irremisible, era muy pueril.
Las cárceles rusas son infernales, son microcosmos, donde sin remisión te tienes que posicionar, tienes que endurecerte, afiliarte a un bando, tienes que asumir las reglas de un juego donde tú, sólo eres un insignificante y bello peón, de los que los delincuentes líderes, disfrutaran.
A Altissimo, nadie le hacía sombra en su lucrativo Olimpo. Ivánov se dejaba acariciar por la manos suaves del corso, se dejaba acariciar por sus granados labios, por unos labios duros, que ponían dura, muy dura, su enorme polla. La cárcel imponia una homoxesualidad forzada, imponia amar a iguales, imponía disfrutar de la rudeza del compañero de infortunio. Sólo los líderes, podían disfrutar de la frescura de los bellos cuerpo, de los delicados jovenes que entraban en prisión. Ivánov, tenía esa suerte, poder correrse en la boca cálida de Altissimo, dejar que el corso mordisqueara el tatuaje del puñal que atravesaba su pecho, a la altura de las clavículas, que lamiera las estrellas de ocho puntas, de sus pechos, que se erizaban con la humedad de la lengua libidinosa de Altissimo. Placeres prohibidos para los demás, porque ser el amante del líder, su juguetito, conllevaba estar apartado del vulgar manoseo.
Corentin, el iluso, al no entrar en este juego, cegado por el irreprimible amor que sentía por Altissimo, se veía sometido a violaciones, a que cualquiera lo forzara sin ninguna contraprestación. Pobre Corentin de Jesus, que consumido por los celos hacia Ivánov, permitia ser ultrajado por cualquiera.
Hasta en el infortunio, uno puede elegir tener una mínima fortuna. Cara y cruz de una misma moneda, eran los dos compañeros de celda, Altissimo, apostando por el capitán y Corentin, a merced por voluntad propia, de la ruda marinería.
Con el tiempo también llegaron las marcas, a la dorada piel de Altissimo, el hierro de Ivánov, busco acomodo en el bajo vientre del juguetito, en su ingle derecha. Felisardo era el mejor tatuador de la cárcel, era el que en su cubil, tatuaba a las elites de la penitenciaría de Petrogrado. Las medidas higiénicas eran escasas, se podía contraer en aquel antro, cualquier cosa, incluso el tetanos, pero el cosmos carcelario era así, no se pensaba en esa estela de riesgos y de infecciones, sólo importaba la zonación que imponía estar tatuado, cuerpos escritos, con malditas caligramas, cartas marcadas en el juego de subsistencia que era vivir en la cárcel. Felisardo era el más preciso dibujando, el menos chapucero y el más demandado por sus diseños y buen hacer, dadas las limitaciones en medios, que imponía estar encerrado. De sus manos, de sus agujas, habían salido las estrellas del pecho de Ivánov, la daga que se hundía en sus clavículas, la serpiente que se retorcía en su vientre. Felisardo tatuaría en la ingle de Altissimo, utilizando el alfabeto cirílico, el nombre de Ivánov. Primera marca de primera y perdida batalla, heridas de guerra, que condicionarían de modo irremisible el futuro del efebo corso. Ya era un trofeo marcado, había llegado para quedarse la primera muesca, se había levantado la veda, para que se multiplicara en su piel, el discurso cruel de vivir en prisión.
Sin embargo el cuerpo de Corentin, seguía sin garabatear, cuando ya emborronaban la tersura de la broncínea piel del corso, cinco tatuajes. Corentin, el apatrida, el sin bando, ya se dejaba querer, pero por subalternos que no pretendían dejar ninguna marcas en su pálido cuerpo, salvo la de algun golpe de dominación, que marcaba efimeramente de purpura la lechosa blancura de Corentin o los salivazos y  las eyaculaciones de urgencia, que eran fáciles de borrar en la ducha. Corentin no tenia dueño, solo era usado sin ostentación por mecenas de medio pelo, que le daban chocolate o cigarrillos, con los que comparaba tranquilidad o protección.
La piel virgen de Corentin de Jesus, le permitía permanecer al margen de las refriegas de bando, al margen de los trapicheos de las bandas y de sus guerras de hegemonía y poder.

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