No hay nada peor que encastillarse, encerrarse en los cuarteles de la pompa y el botado, oler a perfume caro y lucir la ridícula mueca de una solterona; así lo dice y critica el Papa Francisco, curia ebria de vanagloria que sólo sabe hablar de repostería, mantelitos bordados por las primorosas manos de las monjas y apedrear a los decentes con las taras y vicios propios, con las calenturas nocturnas que les sobresaltan y que aplacan yendo a la despensa en mitad de la noche a comer magdalenas.
El Reverendísimo Señor, Pietro Neto y Brillante de Porro, era la relamida estampa de todo lo criticado por el Santo Padre, una cincuentona con papada, de cutis tirante y mueca espantada, con el aire bobalicon de una añosa despelleja corderos que cree que el alba blanca tapa todas sus inmundicias. Que alejada de la fe estaba él y toda la corte de su satrapía, reino de antojos y de tardes de calceta.
Don Pietro, dejaba pasar los días escuchando con orejas de asno y sentado en su catedra, a los celos y a las envidia, consejeras típicas en los salones de la preeminencia. No llega lejos quien más trabaja, sino quien más difama y más se arrastra.
Dios a ninguno de estos necios le dio potestad para condenar, si se la dio para perdonar y acoger, para abrir las puertas del templo a todos aquellos que buscaban curarse, paro todos aquellos que reconocían sus faltas y decidían enmendarlas. La iglesia ya no es casa que sigue las normas de Dios, sino lupanar lleno de normas de hombres, normas discriminatorias que crean zonación, que crean una extraña jerarquía de hipócritas, de sepulcros blanqueados de bordadas casullas.
Don Pietro en sus largas noches no podía evitar tener el pensamiento donde tengo ahora la mano yo, tener el pensamiento en mi mano que se desliza sobre mi miembro buscando el placer, placer negado que la solterona compensaba engullendo magdalenas. Uvas maduras y suculentas que denostaba, al no poder alcanzarlas, drama de patética y sebosa zorra. Tras el atracón llegaba el sueño, pero no el descanso, porque la obsesión volvía a arar lo ya arado, volvía a anidar en su cabecita, pero ahora de modo más claro y vívido, ese es el poder del pecaminoso anhelo, martirizar sin tregua.
Yo jamás complací su lujuria, por eso su inquina, por eso él, recibía en las sala del palacio episcopal de modo recurrente a los celos y a la envidia, por eso sus orejas de asno escuchaban enjoyadas calumnias, historias sin pruebas que buscaban mi ruina y desprestigio, por eso siempre desee que cuando en la consagración alzaba el cuerpo de Jesús, la hostia le ardiera en las manos y derritiera su careta de blanca cera y surgiera su rostro de hipócrita y acicalada vieja.