La debilidad suele apuntalar traiciones, suele abrazar por temor al que vence, al que dice haber vencido.
Eso era Fermín, un débil, un vendido a la corriente imperante, un indolente que jaleaba la represión al idéntico, al igual en perseguidas taras, al igual que no cobarde, al valiente que sin hacer alarde de su innata inclinación no la negaba, al que asumía sus amores y amoríos inconvenientes.
Fermín Bermejo, Ruiz, el mayor de una mediocre patulea de hermanos, a cual más trepa y convenencioso, mostró lo que en casa mamó. El interés del usurero de su padre, la cobardía mojigata de su madre, que siendo bellísima, se resignó a casarse con Jacinto Bermejo, porque sus padres, los Ruiz Casamar, estaban asfixiados por los empréstitos y dieron en pago a su abnegada y tibia Mercedes.
La usura como la tibieza son líquidas, adoptan la forma del recipiente, se ahorman al bando de la victoria, al discurso imperante, al tirano que subyuga y reprime al diferente, al disidente.
Fermín, aprendió pronto de lo conveniente, del teatrillo de adular al poderoso, del agasajo y los frívolos aspavientos serviles que se propinan al que ordena. Don dinero manda y manda servir al que abre las puertas de tu negocio.
Mercedes, que de por sí, era ya una nulidad, una bella nulidad, se ahormo muy bien a la vida regalada y fácil que tenia con aquel marido horrible, repulsivo y zafio. El amor no se compra, al amor se le distrae, y ella distrajo su amor, con las sedas y los oros, con la casa vulgar y grande, con la calesa dorada hasta las trancas que la llevaba los domingos a la misa de las diez. En el pequeño cosmos de las preeminencias, ella que sólo era linda fachada, se rindió enseguida a las onzas de caro chocolate suizo, a los hojaldres, al buen yantar y vestir, y olvido que su pecho se desbocaba, cuando entraba en la sala de la casa de los Casamar, Miguel. Había llovido tanto de aquello, había llovido y había parido y había engordado y se había apoltronado, a la vida opulenta y mediocre de los Bermejo Jarrete, de los usureros de Albamoral.
Miguel Tormo, era el hijo del herrero y herrador de bestias de la villa, era el que herraba a la yegua negra azabache que tenía por entonces su padre, a Cayeta, una yegua preciosa a la que ella también montaba a la amazona, en la silla de terciopelo rojo de la Marquesa de Cardiel.
Miguel, joven, alto y vigoroso, tambien la miraba, cuando entraba en la sala de abolengo menguante de los Casamar de la Plata, en la sala de paredes enteladas de rojo damasco, donde se notaban las faltas de los cuadros importantes, vendidos para poder seguir capeando el temporal de la ruina. Él, también la miraba y le hacía ojitos, porque en verdad, la bella Mercedes era una mujer a la que era imposible no mirar. Alta, delgada, grácil, de cutis anacarado y ojos suaves de color avellana, y con una boca definida y jugosa, era todo eso Mercedes, además de simple y dócil. Era una venida a menos, pero con la prestancia de quien viene de donde viene, era el vivo retrato de la Marquesa de Cardiel, pero sin su temperamento. Ella suspiro por Miguel y Miguel por ella, pero nunca pasó a mayores, algo que nunca habrían consentido sus padres, que contra pronóstico, pues esperaban un emparentamiento de alto copete, terminaron pagando sus deudas emparentando con los vulgares y acaudalados de los Bermejo Jarrete. No hay Don sin Din, y ahora había mucho Din y un poco menos de Don.
Miguel, rápido se recompuso y casó con Engracia Valente, un poco menos guapa, pero muchos más sensata, ambiciosa y conveniente.
Volvamos a Fermín, el sansirolé de los Bermejo, el primogénito, y aunque él no lo reconocerá nunca, al sarasa de los Bermejo. Fermín, era un pánfilo como su madre, un delicado y acomodaticio bobalicón, que aunque voluble, no tenía la listura de su padre. Y ser tibio sin el don de la oportunidad, no era del todo conveniente. Es lo malo de casar con bellas necias, que corres el riesgo de que te nazca la prole con esa genetica.
Al carácter ñoño de Fermín, contribuyó mucho Jacoba, su ama de cría, la que le dió el pecho, porque al principio, en el primer alumbramiento la esbelta de Mercedes, ni leche daba, luego con la afición que cogió a las pastas y a los dulces que la hicieron engordar, los siguiente partos si la dió, buena y abundante leche. Por esa escasez y para criar sano a Fermín, tuvieron que traer de nodriza a la criada de Doña Mercedes Casamar, la madre de Mercedista, como la llamaban en su casa. Trajeron a Jacoba, que un mes antes había parido a su primer churumbel también. Y fue muy culpable la Jacoba, fue ella la que metió muchas tonterías e insensateces, los delirios de clase alta de los Casamar, en la cabeza del pazguato de Fermín. Jacoba como criada que había sido de la madre de la señorita Mercedita, siempre se considero por encima del resto del servicio de la casa de los Bermejo, siempre se sintió ella enharinada de la hidalguía de la hija y de la nieta de la Marquesa de Cardiel, a la que ella ni había conocido, salvo por el retrato de dos metros de alto, que presidía el salón de damasco rojo de la casa de los Casamar.
Con un poco de Jacoba y un mucho de genetica, el señorito se fue atontolinando, sin perder la mamada tibieza de los prestamistas y se fue escorando en fundamentalismo hasta tal punto que quien sabía de sus cuitas secretas, no daba crédito a tanta contradicción, entre su ser natural y su inventado ser. Claro que él, no era el único sodomita, metido a macho en las filas del Partido Montañés. El no era el único y por eso quizás, porque estaba prendado del Recio Silvano, terminó allí. Recio Silvano, hasta que tres tragos lo transformaba en la Viciosa Silvana, claro que eso sólo pasaba en la Taberna de Tarantos, a última hora, cuando la dipsomanía les soltaba la melena en los cuartos privados, con los selectos fanfarrones de los pueblos. que se vendían a los señoritos invertidos por cuatro monedas, por cuatro tragos, por muy poco. De lo que ocurría en esas salas nada trascendía, era algo silenciado por todos, ni los que iban por curiosidad, ni los que iban por irrefrenable pulsión, ni los que lo querían ver y probar, soltaban prenda sobre aquellas orgías, a las que acudían variadas moscas y moscones. Es lo que tiene la perversión, el vicio tiene su público y atrae a su pequeña y selecta parroquia.
Silvano Petrelli, era el hijo mediano de Don Facundo, el médico, casado con Gervasia Molina, la terrateniente de Albamoral, era un morlaco, con trazas de supermacho, por eso lo llamaban el Recio, claro que casi nadie salvo los iguales y los de las fiestas secretas de los Tarantos, sabían de su debilidad, muy bien disimulada por su hombría y por su empeño en mostrar masculinidad y rudeza.
Fermín, bebía los vientos por Silvano, pero Silvano, no los bebía por Fermín, algo que engancha mucho más que ser correspondido.
Era insensato, que a pesar de su carácter voluble, un joven con los delirios de hidalguía de Fermín, militara en el partido anarquista y antimonárquico, aunque fuera el partido vencedor y que gobernaba tras el pucherazo, toda la comarca, claro que también era incomprensible que Don Facundo el médico, casado con la Rica del pueblo, fuera el Alcalde republicano de la villa, y que su hijo, el hijo de la Rica, fuera también republicano y anarquista. Incongruencias, que no son tan incongruentes, porque el poder y el dinero buscan su acomodo en cualquier ideología, y ni tienen Dios, ni tienen principios, ni tienen una idea clara de Patria. El caso es que las dos adineradas y locas, estaban con el poder, con el vencedor y en el mismo partido, y corriéndose el mismo tipo de viciosas juergas, entre bambalinas, en la discreta trastienda. El uno, buscando que lo cabalgaran fornidos fanfarrones y el otro. buscando que lo montara el Recio Silvano.
Fermín, que a duras penas disimulaba su afectación, era muy cómico soltando exabruptos contra los maricones, contra los delicados como él, contra los que jugaron con él, en la infancia. Contra Bartolito, el hijo del notario, Don Braulio. Bartolito, que estuvo interno en los salesianos de Cardiel, interno como él. Bartolito, con el que se hizo las primeras pajas y fantasearon juntos con fornidos mancebos que los quisieran correr.
Fermín, era pura incongruencia, porque ya no era estar de perfil en esta tropelia de retrógrados, que no sabían ni lo que era el anarquismo, sino que por amor bebía y trasnochaba mendigando que se fijara en él, el Recio hijo de Don Facundo. Y Silvano, otro idiota, que no sabía muy bien para que lado estaba canteado. Claro que la incongruencia de Silvano, era más fácil de entender, después de todo su padre era el Alcalde republicano del pueblo.
Todo es inútil si dejamos pasar infecundas las horas. Si dejamos que nos atropelle la desidia, la infértil pereza de los días sin preñez, de los logros que perseguimos y nunca llegan.
Fermín, se emperezo en asolanarse en la postrante tristeza, se rindió al inútil amor del que no te corresponde, a la guerra perdida que es amar a quien nunca pensó en corresponderte, en compartir contigo la más trivial de sus caricias.
Silvano nunca lo vio como su partener, y el destrozo que suponía seguirle en sus correrías y ver como era poseído por cualquiera, sin que existiera el mínimo atisbo de que el Recio, lo quisiera poseer a él.
Militar en el Partido Montañés, fue una agria derrota, fue sumirse en la soledad de sentirse rodeado de desiguales, de la vulgar milicia de un régimen malsano que apedreaba a gente como él.
Ser tibio no es no tener sentimiento, no es tener un pedernal por corazón, hasta los necios lloran cuando se les zahiere. Y eso era Fermín, un necio zaherido por el desdén del fornido Silvano, por el cuerpo imponente y arrastrado de la Viciosa Silvana, por la promiscuidad del Apolo del Petrelli.
Nada se puede envidiar a quien arrastra su orgullo por los tugurios y bebe para morir y olvidar, y ni muere, ni olvida, sigue vivo, maldiciendo y malviviendo sin la caricia perseguida y sin sentir el alivio del beso del que quieres amar.
Solo, el hidalgo de provincias, abandonado por sus iguales ante su estúpido y cruel desdén, con la boca agria de alcohol y mamadas, con el corazón roto de ver como cualquiera poseía al toro de sus desvelos, cansado de los días sin noche, de las salas del vicios sin caricias, de fingir y llorar tras engañarse y engañar. Con las carnes agarrotadas porque nadie disputaba su corazón, porque la bestia ni siquiera atisbaba su amor. Agarrotado por ver como Silvano, ni siquiera era consciente de que él, sólo buscaba robarle un beso en la vorágine de brazos y miembros, un beso con sabor a polla de otros, a semen de otros, un beso que no era ni para él. Solo, se rindió y derramó el frasco de su trivial y tibio aroma en las vías del tren. Se postró ante los raíles, esperando el abrazo férreo, que lo redimiera de aquel penar tan atroz. Y así fue, a las cinco y veinticinco minutos de la madrugada del jueves 23 de noviembre de 1863, un tren de mercancías que ni paro, rompió su cuerpo grácil y frágil y lo liberó.
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