domingo, 24 de noviembre de 2019
La historia del fiel Rufo
El loro de Frances Teresa Stuart. La duquesa de Richmond y Lennox, bella dama con muchos pretendientes, no tuvo amor más fiel que el de su yaco, su loro gris, que la acompañó cuarenta años y que tras morir ella de pena, él murió tambien. La taxidermia unió sus destinos hasta hoy, acompañando a su dueña en su descanso eterno, tras ser eviscerado y disecado, en la Abadía de Westminster.
Sirva este encabezado, para contar la historia cruzada y entrelazada de un amor fiel y leal, como es el amor del animal, que en nuestros lecho de muerte decide a veces morir y acompañarnos en ese viaje sin retorno, que es partir de este mundo, hacia el incierto y brumoso más allá.
La simultaneidad existe, y a veces no es azar, es una orden que así mismo se da el herido corazón para dejar de latir. Se puede morir de tristeza, la tristeza mata o uno puede quedar todo muy atado para que quien queda y no muere, ni esté triste, ni le falte nada.
Su cabeza buscaba su mano, la caricia de sus delgados dedos, el témpano que era su anillo.
Lucrecia Vento Pazhín, nació vendiendo castañas, o más bien su madre vendía castañas cuando ella nació, hija de castañera y piconero, se dedicó desde bien pequeña al oficio de su madre, a vender castañas en la temporada de castañas, chochos y barquillos en el verano, y almendras garrapiñadas cuando otra cosa no se podía vender. Su vida transcurrió en la calle, en el portal de las castañeras de la plaza de Villarroel, con la única fiel compañía de un perro, de muchos perros, porque fueron muchos los perros que le fueron fieles a lo largo de su vida, hasta que un día se fue ella y quedo el perro sin compañía.
Su vida había sido lineal y dura, como la de tantos, pero había sabido guardar e invertir todo lo que había ganado, de tal modo que aunque nadie lo sabía, salvo su administrador y albacea, a su fallecimiento dejó tres casas en el centro de Villarroel, que estaban alquiladas y generaban rentas y la mitad de una almazara en Torrico, el pueblo natal de su madre, inversión que hizo prestando el capital a un pariente muy lejano suyo, para que pudiera empezar el negocio y con la condición de que la almazara fuera al cincuenta por ciento, claro está que la castañera tambien tenia dinero en el banco.
Nada más morir, su albacea se hizo cargo de Rufo, del perro último de la castañera y notifico a los herederos, los tres hermanos de Lucrecia, que pasaran por su despacho para que les informara.
Les recibió de uno en uno y les fue nombrando las posesiones de su hermana, a lo que todos reaccionaron con asombro, porque pensaban que no tenían nada, salvo la pequeña casa que tenía en la plaza donde vendía las castañas. Y a todos tras nombrar las propiedades, les comento que su hermana también tenía un perro, que era el que estaba en su casa, que se llamaba Rufo y ¿Qué iban a hacer con él? Desde el primero al último, los tres contestaron, que nada, que no querían al perro, que no querían esa carga. Y tras decir esto, a los tres y de uno en uno les dijo, que se habían quedado sin nada, porque sin perro, no hay cuartos que valgan. Todos tras aclararles este punto. querían ya al perro, pero el testamento era muy claro, o querían a su fiel compañero a la primera y sin la promesa de nada, sin conocer esa cláusula, o no heredaban nada. Y así fue como el perro, terminó viviendo a cuerpo de rey en un convento y como lo heredaron todo, las monjas de Santa Clara.
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