sábado, 14 de diciembre de 2019
La postrímera gloria
Missis Corali Rawson, ya no aspiraba a nada más, sus días estaban colmados, sólo quería marcharse arropada por el calor de sus joyas, por sus trofeos, por el botín de sus victorias.
El fin de nuestros días no debe ser nunca aséptico, debe ser un festín, un hangar lleno de marchitas victorias, un barroco desfile de vanidad. Nadie debe morir en una alcoba yerma.
Estas eran las reflexiones que se hacía en voz alta Missis Rawson. El ocaso nos hace asirnos con fuerza a los logros, apurar su disfrute, carganos de las condecoraciones con las que nos ha premiado la vida, para brillar jubilosos en los últimos instantes que nos quedan por vivir.
En su mano izquierda, en el dedo anular el diamante Eleonora, cara y efímera victoria. Fue el precio que pagó su primer marido por desposarla, por su virginidad, por ser el primero en disfrutar de su saber estar, de su alta cuna, de sus relaciones sociales, de su maquiavélico ingenio.
¿Quien la acompañaría a su última morada? ¿Quien la desvalijaría? ¿Quienes serian los cuervos enlutados que vendrían al conciliábulo del saqueo de su casa?
En la muñeca de su mano derecha, la pulsera de perlas australianas, cuatro vueltas, cierre en platino, con brillantes y una perla mabe de orientes rosas. John Baltimore, siempre tuvo muy buen gusto, nada logro de ella, nunca a pesar de sus agasajos consiguió un mísero contrato, sólo que le presentara, tras rechazarlo ella. a la que sería su primera y única mujer, a Marita Verge, una hija bastarda del magnate Nick Verge, una rica bastarda.
Son muchas las moscas que acuden a sacar partido de la decadencia, de la necesidad de afectos, de la soledad, de los días en los que la candidez de la vejez nos hace plaza fácil, cuartel rendido. Malos actores que en las horas bajas, buscar hacer el agosto.
En el anular de la mano derecha, el solitario de la perla llamada "la inmisericorde", la perla que coronaba la tiara nupcial de la Emperatriz Eugenia. Anillo que le regaló Federicci Montigny, su segundo marido, del que heredó tambien el titulo de Princesa de Juvara, y un castillito en la Lombardía.
Somos lo que atesoramos, la envidia que generamos, somos ciudadela casi rendida, asediada por los enemigos, por los feudos que la quieren saquear.
Corali, tenía claro que por mucho que ella dispusiera, su preciado ajuar no se iba a ir con ella a la tumba, por eso en estos últimos años de vida, retirada casi por completo de todo el ajetreo de la vida social, lucía sus caras joyas, a diario, intentando impregnarlas de su esencia, impregnarse ella, de lo que todas esas piezas rememoraban. Todos los capítulos de su vida comenzaban con una alhaja y ponerse sus joyas, era recordar.
En su muñeca izquierda el corsario brazalete, que podía ser utilizado como broche para el pecho, o como ella solía llevarlo como barroco brazalete que siempre se ponía en la mano izquierda. Llegó a ella en el Mediterráneo, frente a las costas de Nápoles, cuando se escapó con Giovanni Forniano, un amante que para olvidar y distraerse se había agenciado en esa época, un amante imponente y de vida disoluta, que se hizo ilusiones con ella, penso que podria llevarla al altar y redimirse él, de aquella vida de crápula, de fornido gigolo de millonarias. En la cubierta del yate mientras le besaba la mano y el imponente Eleonora, le colocó el brazalete en la muñeca y le dijo con su voz grave y pulcra, esa voz que subyugaba cuando en el tórrido galope susurraba al oído de Corali, "mía cara bella":
- Cara mía, sólo tú sabrás lucirla como merece, sólo puede estar contigo, sólo tú sabrás valorar este gesto.
Missis Corali Rawson, no la desdeño, la dejó adornar su muñeca los dos días más que se quedó en Nápoles. Evidentemente pensó que era una pieza cara, muy cara, que le habrían dado a Giovanni Forniano, como pago de algunos favores, y si él, había decidido que le tenía que pagar algo a ella, ella no se iba a oponer. Para no generar vínculos y complicar las cosas, hizo un mutis por el foro y desapareció sin ruido y alharacas, volviendo a su Boston natal, a su Nueva Inglaterra, con el brazalete corsario barroco de oro y diamantes, su nuevo trofeo de vanidad.
La materia siempre tiene nuevas vidas, los objetos pasan de unas manos a otras, ha ella habían llegados y tras ella se dispersarían, volverían a tener nuevas vidas, a dar brillo a otros, a ser los hitos del camino de victorias de otra mujer como ella.
En el cuello un magnífico collar de cinco vueltas de perlas perfectas, exquisitas. Toda gran mujer, debería poseer uno. Este trofeo llegó a ella de las manos de una mujer, llegó tras la muerte de su madre, cuando los tesoros de la progenitora se dispersaron, se dividieron en tres lotes y a Coralí le tocó en suerte el lote donde estaba el collar, las perlas de la gran y poderosa dama que era su madre. Missis Rawson no tenía ni hijos, ni hijas, tenía sobrinos, entre los que no había ningún favorito al que legar el valor sentimental de sus destellos.
En Beacon Hill, en su casa estaban atesoradas todas sus vivencias, fotos, cartas, sus vestidos icónicos, sus pieles y bolsos, su colección de porcelanas, y el esquisto mobiliario de la residencia, decorada para recibir y deslumbrar. Arropada por el calor de sus pertenencias y por el ingrato servicio de la casa del que no se fiaba nada, veía pasar los días. Desfile de estaciones y de esquelas, en el obituario del The Boston Globe, de los que habían sido sus iguales.
Adornando sus orejas las grandes perlas, en la oreja derecha "Arquímedes" la perla blanca y en la oreja izquierda "Saturno" la perla negra, dos perlas que pertenecieron a la desgraciada dinastía de los Romanov, y que llegaron a ella de la mano de su tercer y último marido que las adquirió en Sotheby's. Samuel Frederick Rawson, el marido que le dió la serenidad, y que le legó, la casa en Rockport, en el condado de Essex, idílico lugar en el que pasaban los veranos rodeados de artistas, hasta que Samuel, también se marchó.
Corali había vivido, había ambientado su vida con el lujo y el confort que estaba al alcance de su mano, y ahora, en las últimas horas, ya no vivía, sólo rememoraba y a través de los cristales de la galería, veía vivir.
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