domingo, 15 de diciembre de 2019
Gloriosa decadencia
Sólo los que han rozado la gloria, los que han sido invitados al cruel banquete de la celebridad, los que han gozado del vino y las rosas de los días soleados, de la fascinadora cúspide de nieves perpetuas que es la estelaridad. Sólo esos, los malditos elegidos, saben brindarnos la gloriosa decadencia.
Cuando se corre el telón, son muy pocos los que siguen interpretando, los que viven para y por mantener vivo el fuego de la hoguera de la vanidad. Así fue como consumió más de la mitad de su vida. Stella, la Divina Stella.
"Vengo de Dios.
Pertenezco a Dios.
Al final, volveré a Dios."
La endogamia estrangula mucha valía, amputa muchas alas, impide volar, y cuando conscientes o inconscientes de que el tiempo no vuelve, fuerza a volar de modo tardío, a emprender a deshoras, pero con la gracia y la exclusividad que brinda la rareza, sintiendo que hasta el último latido, hay vida y con la vida la capacidad para hacer proezas, exquisitas proezas sin público, proezas entre bambalinas, en las sórdidas alcobas de nuestra intimidad.
Stella Grey Nabetse, flor y nata de una sociedad clasista que se retroalimenta, nació con el corset y los privilegios que imponía su clase, nació y fue desdeñando éxitos, rechazando amores, abrazando desgracias.
Concatenación de estigmas que fueron martirizando la crisoelefantina talla, a la musa de poetas, al dechado de elegancia, y la fueron convirtiendo en novísima musa de ismos aún no nacidos, en adelantada, en precursora, en adalid de una modernidad aún no inventada, que entre escombros y sin ningún aderezo brillaba sin focos, con sublime soberbia.
Gloria Swanson, sin artificio, sin máscaras, sin afeites y luces cenitales. Virgen de un panteón olvidado, de salas llenas de latas de comida para gatos, Reina de los felinos, de los mapaches, de los gorriones y las urracas. Reina de recuerdos, de notas que el viento que se cuela por las ventanas de cristales rotos desordena y reescribe caprichoso nuevos capítulos de cándida belleza.
Stela, era porcelana descabalada de una cara vajilla, olvidada en un desván, llena de polvo, pero con su blanco níveo intacto, con su sonrisa intacta.
Muchas veces el lujo es frío y resulta más cálida la miseria, el calor de lo no alambicado, la ruina, el abandono. Los escenarios bellos no son cómodos, en ellos no habita el ingenio, no habita el talento. El talento habita en el caos, en la espontaneidad, en la valentía de evitar lo relamido, y ser siendo y deslumbrar con el candor de la espontánea carcajada, el baile inadecuado y la automática dicción, sin orden, dejándose fluir, sin guión. Verbos fáciles e hirientes, como las palabras que brotan de la boca de un niño, abruptas, aborregadas, sinceras, cortantes.
¿Que es correcto? ¿Que es conveniente? ¿Dónde está escrito?
La vida no es lineal, es una espiral, un laberinto, un bucle perenne de manías, de taras, de obsesiones, todas embalsadas tras el dique de lo conveniente, de lo adecuado, de lo que puedes o no puedes hacer por pertenecer a una divina familia, casa de prebostes y sepulcros enjalbegados.
Stela, no era nada de eso, eligió no seguir la norma, abrazar una soltería vista como un fracaso, abrazar el cabaret, en una familia de poderosos titiriteros, de artificiosos y elegantes espectáculos, espectáculos de portada, crónicas de la nueva realeza.
La desgracia cuando ara, suele cruzar el surco, y cortar la herida dos veces, así de ese modo el campo da un excelente e incomprendido fruto, el fruto de Stella, el fruto del díscolo, del que muestra las heridas de la guerra de nacer en la preeminencia.
Stella no era una muñeca rota, nada roto estaba en ella, y si algo estaba roto era el cíngulo del pudor, el aprisco de los necios, el corral en el que se encierra el que quiere ser conveniente.
Stella, fue prisionera involuntaria del infortunio de su madre, de su dipsomanía, de los temblores que remediaba bebiendo cada vez más. de su pánico escénico. Compañera sumisa del abandono de su padre, divorcio que arruino y desestabilizo más aun a la manipuladora progenitora y que esta utilizó para afianzar más la dependencia de la bella Stella. Uniendo sus destinos en un destierro de caprichosa dejadez, de alambicadas conversaciones con un servicio inexistente, de teatrales discusiones entre madre e hija, dos Reinas sin reino que se abandonaron a vivir días sin horas, sin tiempo, sin reglas, sin principios.
Las dos se encerraron en Domus Bartalis, un caserón familiar, lleno de recuerdos, el escenario propicio para interpretar sus nuevas vidas, unas vidas marcadas por la decadencia, por sus eternos y trasnochados estilismos, por sus verbos locos y chisporroteantes, sus bailes animados por una gramola de quejumbrosos sonidos, y por la presencia de los que eran invisibles, los ausentes, los memorables de una casta que entonaba postrimerías en la mesa de la güija, los muertos familiares que también vivían allí, en los cuartos cerrados, en las vitrinas de la plata, en los armarios llenos de delicados harapos que ellas volvían a lucir en sus exclusivas fiestas, en las veladas de piano, que la fracasada mamá daba para todo el árbol genealógico que moro en la casa. Jarrones de Sevres con flores marchitas desde hacía décadas, velas que generaban al derretirse unas sobre otras monstruos sobre los candelabros de plata, cortinas que el viento mecía, y cristaleras por las que se colaba la hojarasca.
Era frecuente verlas bebiendo en el poche, vestidas de noche y con diademas, a la una del mediodía, a las cinco de la tarde, a las tres de la madrugada, y con la música lúgubre de la "Oda a la muerte de Mister Henry Purcell". Todo en ellas era teatro íntimo, absurdo, libérrimo y bellísimo. Incomprendido lirismo de dos divas que habían creado su propia compañía y generaban sus propias e irrepetibles obras.
Años de abandono, años en los que el mundo también las abandonó, se olvidó de ellas. Sólo generaban alguna habladuría en el pueblo, siempre desmentidas por Stephen, el único que las visitaba, que las proveia de suministros, el único que conocía lo menguado que estaba su fideicomiso, el único que sabía que la vieja mansión ya no soportaba más decrepitud, y sus inquilinas marchitas como el salvaje jardín estaban entonando su final.
Y así fue como volvieron a la estelaridad de las portadas, una mañana de diciembre. Posiblemente fuera un quinqué, o una vela mal apagada o el fuego de la chimenea del salón. Esa noche ardió Domus Bartalis, el fuego iluminó la noche oscura, ardió como una gran tea, y nada se pudo hacer, nada se pudo salvar de aquella mansión colonial, de ellas no había ni rastro entre los humeantes escombros, sólo había alrededor de los rescoldos cientos de expectantes y huérfanos gatos.
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