En la misa de las 7 de la mañana, no había casi nadie. La voz del Cardenal Verdugo reverberaba potente. La prédica hoy versaba sobre la relajada moral de la ciudad, sobre los barrios y arrabales que sólo llamaban a la puerta del Señor en las tormentas. Decía con su vozarrón viril, mientras amenazaba con su índice, Dios conoce nuestros pensamientos, espía nuestros sueños, a Dios no se le puede mentir, por eso es tan importante desnudarse ante su representante en este mundo, ante vuestro confesor, él con vuestra sinceridad puede domar los vicios, y hacer de vosotros árboles rectos. Hermanos debemos ser ejemplo en esta ciudad de relajada moral.
El órgano catedralicio inundaba las tracerías góticas de aquella Iglesia grande de bienes muebles barrocos.
En las primeras filas estaban las enlutadas hermanas Pitipuri, Herminia Pía, Rita Iginia y Tomasa Manuela. Ellas eran referente de decoro y castidad, amén de ser las más despiadadas desolladoras de corderos, eran unas alcahuetas crueles que corrían todas las casas de bien del barrio antiguo, regando o segando trayectorias, mientras gorroneaban pastas y té.
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