lunes, 10 de febrero de 2020

Florence


La dicha, a veces nunca llega y penamos, en este malvado mundo, sin jamás lograrla. El dolor, habita en cada segundo del que persigue sin alcanzar la felicidad negada, la belleza negada, la pasión prohibida. Segundos e interminables planos, que nos impiden ser protagonistas y nos fuerzan a ser espectadores de lo que acontece frente a nuestra tribuna, parcela raquítica de negada gloria, palco perdido en el que desfallecemos sin actuar.
Florence, se sentía morir cada nuevo día, cada sol, cada luna, morir en la angustia de ser una flor marchita antes de florecer, torre jamás asediada, doncella jamás disputada, virgen sin mérito, pues nadie quiso jamás desflorar aquel bastión.
La muerte llega y nos prende con la sorpresa que hemos amasado, tesoros vividos en el arrumbado jergón. Vivir, entraña colmar vicios y quien no colmata sus día con el pecado, no vive, porque vivir es pecar, es ceder, sucumbir a los más básicos instintos, a la pasión de la tersura, a la turgencia del pecho inflamado que jadea con la tormenta de los besos, bocados febriles de brío y pasión.
Florence, jamás floreció y murió lívida, en los brazos de una calma que nunca, ella, eligió. Presa del olor a jabón y afeites. que jamás la redimieron del sino de la carencia de atractivo. Torre que nada dominaba, que nadie se disputó, que nadie nunca quiso rendir.
En el fornicio no hay caridad, nadie regala placer.

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