sábado, 8 de abril de 2017
Interiores barrocos
No hay nada más teatral que un interior, y no hay interior más teatral que un interior barroco.
El hombre siempre se ha caracterizado por crear espacios para la representación, escenarios donde representar sus actos, marcos abiertos o envolventes que refuerzan el discurso y lo elevan a planos no terrenos, a planos espirituales, ese es el fin de la arquitectura, ya sea perenne o efímera, ser fondo y dar forma a las liturgias del humano hombre mortal.
El barroco y su movimiento, su recargada ampulosidad, son el interior más subyugante posible para hacer de la palabra humana, incontestable misiva de Dios. El movimiento helicoidal de las columnas, que ascienden al cielo protector con su orden gigante, cuajadas de pámpanos y uvas doradas de fulgor. El barroco es cascarón soberbio de oro y estípites, de ménsulas de acantos, de querubines tenentes de astros y de linajes, y de Santos que se retuercen en los estertores regios de un cielo muy denso, pleno en potencias.
Nunca fue más teatral la casa de Dios, que con este arte antinatural y de follajes aberrantes. Más siempre es más y nunca es suficiente, para un Altísimo al que se le debe el todo, al que siempre es necesario representarlo en la demasía, porque la complejidad de lo inabarcable es exceso, es churrigueresca parafernalia, es inestabilidad que amenaza con el derrumbe, cuerpos que se adelantan, brazos de ángeles que quieren asirnos y llevarnos a esa gloria de pan de oro, que es la única que sacia en los brillos nuestra debilidad, no hay nada más eterno que ser estrella y deslumbrar, que ser fiel de esta congregación, de la grey del Dios del fuego eterno, Dios que es uno y es trino, Dios que es un dogma y que el arte irracional nos ayuda a abarcar.
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