Tañen las campanas con gemidos de muerte. Tañen mientras se quiebran estrepitosos los castaños. No has sido velado y ya tu herencia funden. Chalanes a los pies de tu cama tus pinares y olivares venden. Lo mucho que ahorraste, hoy tus herederos malvenden. Dilapidan los hijos de tu sangre. Tu privación es su capricho. Tu sudor su juerga.
Los que nos gobiernan no tiene ojos para vigilar. Los que nos gobiernan solo tienen manos para robar. Buscan sus logros. Buscan sus beneficios. Y no les importa nada desmembrar España.
Cañonazos en la noche. En el estanque de las garzas. Batallas en el jardín del edén. En la glorieta de las araucarias. Bolas de fuego que iluminan mientras destrozan los nidos de las calandrias. Prende mechas la envidia para que crezca solo cizaña.
Sangran los latidos de la abierta granada. Sangran las ofertas no correspondidas. Sangra la cornada en el desnudo pecho. Se desangra la vida por la herida en el vulnerable y sincero corazón. Te entregué mi corazón y pisoteaste con desprecio mi jugosa granada. Granada de amor. Granada abierta de entrega.
Los barcos que se van y no vuelven. Que zarpan en la noche cargados de tesoros. Cargados de asuntos pendientes. De abrazos pendientes. De besos pendientes. De palabras pendientes de amor. Zarpa en la noche lo que no hicimos, lo que no dijimos, lo que nunca ya podremos escribir. Barcos de cuentas pendientes. Barcos que nos quedan en el puerto con el equipaje desasosiego. Barcos del último viaje, al último puerto. Bracos de viajes que dan miedo. Partidas que atenazan en lo inamovible de lo ya estancamente vivido.
Solos y ya sin brazos que nos abracen. Nos rendimos al río de los ciclos. Y soñamos con ser ave lira, corzo o caballo. O un ligero gorrión que vuela muy, muy alto.
Empapado de tragedia. Frente a los tejados que la helada blanquea. Siento frías las manos. Siento encharcado mi corazón. Soy un pantano de lagrimas. Soy el pantano de lagrima en el que reposa el cuerpo de Ana.
Es en los forzados segundos planos donde se anula el talento. Anulados por amor. Empujados a una locura dictaminada por el amado. Por los únicos ojos que, en esa enajenación por amor, uno ve.
Con sus pasos de amarilla cautela entro en la alcoba. Eran las últimas horas y tocaba despedida. Fue el último gesto coger sus manos, besarlas, besar su frente y sentir su fiebre. Y respirar el aire que ella acababa de respirar. Fue entonces cuando el amarillo se hizo violáceo, pues al morir ella, algo dentro de él también moría.