sábado, 30 de noviembre de 2019

Eusebia


Cuando has olvidado los días felices, el sol en el patio trasero de tu casa, cuando el negro es el color de tu vida.
Eusebia, se miraba las manos, sus huesudas falanges, sus venas abultadas y azules, su piel pálida llena de manchas.Llevaba tres años esperando que la muerte viniera a buscarla, que la luna llena borrara todo y esparciera su polvo por las estrellas. Esperaba, rodeada de iguales en desesperanza, de amigos de los últimos días, de los que olvidaba todos los días su nombre, amigos aparcados como ella, en aquel lugar de frases amables y vacías, de palabras melosas que enmascaraban la hiel.
Que era Eusebia en aquel bullicio de quejidos y de súplicas y de retahílas de recuerdos y de cuentos que unos y otros te contaban:
- Yo tengo dos hijos, y uno es médico.
- Yo tengo tres y una hija, viven fuera, hace tiempo que no los veo.
Afectos que no tienen tiempo, que viven con prisas, en casas pequeñas, con mujeres maliciosas que no te quieren cerca.
Eusebia, no tenía hijos, ni marido, sólo tenía un perrito, que desde que entro aquí no ha vuelto a ver, uno de sus sobrinos, el que le lleva las cuentas, dice que está en su casa, pero nunca lo trae.
- Yo no tengo hijos, sólo he tenido perros, fieles perros, pero aquí no me dejan tener a Blanquita, mi perrita querida, y no saben lo que la necesito y recuerdo. Esta con mi sobrino, pero en tres años nunca me la ha traído, dice que está bien, y no sé si creerle, porque me he vuelto una vieja triste y descreída.
Los jóvenes vienen a estas cárceles, pensando que ellos nunca serán viejos, que nadie los aparcará, pensando que lo que están haciendo, nadie a ellos se lo hará.
Eusebia, odia comer, come muy poco, no come casi nada. Ella suele decir que la comida de aquí no le sabe bien, que está fría, que es mala.
Veinticuatro horas tiene el día, veinticuatro largas horas, veinticuatro horas casi iguales, aburridas, cansadas. Todos los días son casi idénticos, ya ni nota las estaciones. Vivir aquí es ver la vida a través de un ventanal, la vida de un jardín sin gente, sin bullicio, sin perros. No es ver la vida es esperar la muerte.
Eusebia, tiene anemia, come como un pajarito, duerme muy ligero, cuando se desvela cuenta copos de nieve, y sueña despierta, insomne con la nieve de su casa, con la Navidad cuando era una niña, con el blanco de Blanquita, de su perrita que su sobrino nunca le trae.
Eusebia espera y está cansada de esperar, porque nada pasa, salvo que unos llegan y otros se van y ya no vuelven. Y ella se pregunta si se habrán ido a su casa, porque nadie dice nada cuando estos se van.
- Como un pajarico comía Eusebia.
Le dicen a la señora nueva que acaba de llegar.
- Como un pajarito, pero se ha ido ya.

La mujer del Sargento



Los placeres negados son más placenteros, los placeres que se demoran, los que requieren de alambicados trámites, los que ocurren a escondidas.
Saltaban chispas cuando se miraban, cuando la buscada casualidad permitía que se rozaran sus dedos. El amor muda, cambia, tiene con mucha e interesada frecuencia, mucho de conformismo, mucho de conveniencia. Somos nosotros mismos los que nos convencemos de que debemos amar al conveniente. Pero el amor establecido no borra el deseo, es el deseo el que emborrona el amor prudente, el que ofusca y rinde, el que vence.
El placer es inconveniente, inoportuno, no obedece a proyectos, es una fiera que hay que domar, es amarga dependencia, es la cara oculta del que alardea de que es fiel, del autosuficiente, del honesto.
Ni las torres más altas se libran de tener fisuras.
No existe la fidelidad, sólo existe el miedo a ser infiel. El miedo a perder lo conveniente y lo inconveniente, el miedo a quedarse en el tránsito, en la vereda que no cría hierba, que va de uno a otro lecho.
Nadie hubiera imaginado, ni en la más alocada de las cábalas, que Marcela engañaba a Don Lucas, al Sargento del cuartel de Carpio de Mequinenza, y que no lo engañaba con un guardia, ni con uno de las clases sociales que ella frecuentaba, lo engañaba con Mateo, un quinqui al que su marido le tenía muchas ganas.
Mucha planificación y mucho sigilo requería aquel indómito placer, mucha cautela y silencio.
Mateo era de la familia de Los Comadrejas, se dedicaban a robar ganado principalmente, pero no hacían asco a nada que se les pusiera por delante. Don Lucas le tenía ganas porque aunque sin pruebas y sin ninguna certeza le hacía responsable de la cojera de un chaval, de un joven guardia, que perdió una pierna de un tiro, cuando intentó impedir un robo en casa de Frasquita la Siesa. el muchacho frustró el robo, pero del disparo de escopeta perdió la pierna. Mateo estaba detrás del tiro, pero sin pruebas y con testigos que lo hacían en otro sitio, era imposible que pagará por el delito. Fue así cómo se conocieron la mujer del Sargento y Mateo, en sus idas y venidas al calabozo, en las tomas de declaración en el cuartel, allí se vieron y allí se prendaron y de aquellas chispas el gran incendio.
En los cuarteles de pueblo, todo es cercano, de ese modo era Marcela la que les hacía la comida a los presos, vivían en el cuartel y eran unos cuantos cuartos más atender aquella tarea. Y entre los platos que van y que vienen y el roce de los dedos en las entregas (roce discreto porque no estaban solos en estas idas y venidas, siempre había un guardia, custodiando con celo a Mateo) surgió el indómito deseo.
Entre las paredes del cuartel no hubo nada entre ellos, tuvo que pasar más de un mes hasta que se volvieron a ver. Se encontraron en el autobus de linea, el iba sentado muy atras y ella se sentó delante. ambos iban a la capital, a diferentes asuntos, ambos tenían sus recados para ese día, y ambos tras salir del autobús y seguirse, olvidaron sus quehaceres y se centraron en el insatisfecho deseo, pulsión pendiente que reclamaba su quehacer. Más bien fue Mateo siguió a Marcela que se dejaba seguir, terminaron en una pensión en la Plaza Alta, en el barrio marginal de Orinaza, fuera del alcance de las miradas del pueblo, y allí encerrados hasta la justa hora del autobús de la tarde,  Investigaron sus cuerpos, se amaron con furia, con violencia, se husmearon como fieras.Y allí vio claramente Marcela, lo que era tener hombría, gozar con un hombre, calmar un hambre que ni sabia que tenia, y sintió que en los gemidos que se le escapaba el alma y que en las embestidas olvidaba quien era y que su conveniente vida de casada era vulgar monotonía, ridícula y aburrida farsa.
Unas horas de placer ponen en jaque todo un proyecto de vida, cuestionan la infelicidad que genera rendirse a la sensatez, generan un terremoto que derriba el castillo de naipes de nuestra ramplona posición social.
Mateo era un delincuente, era un ratero, era el que había pegado un tiro en la pierna a Esteban, el joven guardia que ya no tenía futuro en el cuerpo, que ahora era un lisiado, un joven cojo y sin el porvenir que tenía programado. Esteban, era el favorito de Lucas, era su niño, su pupilo predilecto, lo fue desde que llegó. Por eso le tenía una enorme inquina a Mateo, había desbaratado los planes del muchacho, lo había desgraciado antes de que tuviera una novia, antes de que se casara ¿Qué partido era ahora Esteban? ¿Quien se casaría con él, por caridad?
La locura es ciega y no entiende de barreras, cruza mares y badea infiernos. Marcela se abrasaba en las ansias de repetir la jornada en la pensión, pero era tan difícil encontrar la oportunidad, coincidir con aquel delincuente, que de sólo pensar en él, se azoraba.
En la segunda vez, tambien intervino el destino, porque no tenían a nadie que les hiciera de Celestina, con lo cual todo era mucho más dificultoso. Era San Andrés, fiestas en el pueblo de al lado, allí, en Belicias, no había cuartel, sólo un puesto de guardia, ante la previsión de jaleos se tuvieron que ir dos parejas. Y Lucas estaba en una de ellas, salieron temprano para ir a la misa y volverían muy tarde, después de la verbena. Haciendo guardia en la puerta del cuartel de Carpio, quedaron a Salustiano y Blas.
Nada más salir su marido, se arregló Marcela y salió a la calle con la excusa de comprar huevos y unas bobinas de hilo, recorrió el pueblo esperando toparse con él, y lo encontró. En Carpio ese día había poca gente, estaban en las fiestas de San Andrés, ni siquiera estaba abierto el colmado de la Dolores. Se vieron y él a distancia la siguió hasta la iglesia, ella entró, y Mateo tras controlar que no había nadie entró también, ella estaba delante del altar de San Antonio, la verdad es que había elegido un buen altar. Mateo viendo que estaban solos, le dijo que lo siguiera. El ratero abrió la puerta de las escaleras del coro, ella pasó y él tras ella, cerrando la puerta. Subieron hasta el campanario y allí el que había sido monaguillo cuando era un muchacho, le dijo:
- Por esa puerta se entra a los desvanes, al camarote que hay sobre las bóvedas, aquí de chicos nos metíamos a fumar, en este sitio no nos va ver nadie.
Cerro Mateo la puerta de aquel palomar y se lanzó sobre ella, levantándole la falda y bajandole las bragas comenzó a besarle toda su entrepierna, mientras ella gemía como un agónico perrito, gemía y gemía, Marcela creía morir de placer. Y llegado su turno, hizo ella lo mismo con él, haciéndolo bramar, y lamiendo el derroche de vida que brotaba de su regia verga. Tras reposar de aquel desenfreno, le beso en la boca, sellando tan placentera alianza.
Mateo, se sentía vivo, se sentía poderosos tras estos episodios de placer a hurtadillas, pero tenía que buscar un emisario que celestineara en esta calentura, porque no podían comunicarse y las ocasiones no pintaban fáciles sin una mínima planificación.
Lucas, nada sospechaba, el Sargento estaba a sus asuntos, devaneado con sus guardias. Para él casarse era un paso lógico en la vida de un hombre, pues todo hombre necesita una mujer que le lleve la casa. El amor que el sentia por Marcela era necesidad, nunca mostró demasiado afecto por ella, ni le reclamo a ella tampoco afectó, sólo era un contrato, ella era su mujer y tenía que estar. No tenían hijos, no habían venido, Dios no se los había mandado.
Lucas, no era un hombre fogoso, su virilidad era un poco deficiente, se casó con Marcela porque era la solución a su vida en ese momento, era el salvoconducto para salir de su casa, habían sido tabla de salvación el uno del otro. El salia de las faldas de su madre y de su dominante padre, y ella del circulo de miseria de su familia.
Marcela no era de Carpio de Mequinenza, era de Cambroncino, una pequeña alquería hurdana. Marcela era una joven que se casó con un guardia porque eso era mucho mejor que servir o quedarse en el pueblo para vivir la misma vida había vivido su madre. Y ante ese panorama, ella prefirió volar.
Los engranajes de la pobreza sólo los conocen los pobres. Marcela se acomodo a vender su belleza y su docilidad al Don Lucas, el Sargento, porque  desde su punto de partida a poco más podía aspirar.
El deseo llegó para quedarse, llegó para trastocar planes, llegó para llenar de brumas el presente de Marcela, para que arraigara en ella el germen de que siempre el destino nos depara algo mejor. Y la verdad es que no sabía si era mejor, pero lo que sí era, mucho más gozoso.
Mateo, convenció a Fidel, para que hiciera de correveidile, para que llevara recados, para que organizara encuentros. Fidel era un alfeñique, era un sarasa del barrio de Mateo, era amigo suyo de la infancia, había sido monaguillo como él, con Don Baltasar, el curita rojo. Con el curita que alquiló una casa para que se reunieron los muchachos y les compró, cuando transmitieron la boda de Balduino y Fabiola, un televisor para que estuvieran entretenidos y no se dedicaran a las travesuras, tambien compro para la casa un futbolín. Duró poco Don Balty, como lo llamaban los chavales, duró poco por las quejas de los ricos, por la carta que dirigieron al obispo acusándolo de comunista.
Desde esos años eran amigos, amistad afianzada en la marginalidad, el uno era un bujarrón que organizaba orgías para los ricos que echaron a don Baltasar y el otro un ratero que robaba los cuartos a esos mismos ricos.
El desempeño del zascandileo de Fidel, posibilitó muchos y discretos encuentros, y fue en esos encuentros donde Marcela y Mateo fueron organizando lo que a priori parecían imposibles, organizaron un futuro imperfecto, un futuro de pasión, huir ambos de las cárceles en las que vivían, empezar de cero, volver a empezar.
En Carpio, había una fábrica de harina que tenía doscientos trabajadores, La fábrica pertenecía al Gobernador y por esas licencias que se toma el poder, cada principio de mes llegaba al cuartel para ser custodiado una noche en la caja fuerte, los salarios de todos los empleados, ello era algo que sabían muchos, pero claro como iban a robar en un cuartel.
Fue Mateo, quien inoculo esta idea en Marcela, idea que Marcela compró, pues vio en ella, la posibilidad de comenzar de nuevo, de huir a Portugal con el importante botín, de partir en barco a Madeira y comenzar de nuevo allí.
La mujer del Sargento era pieza clave en todo este plan, pues sin ella nada era posible, ella dormía junto al custodio de la clave de la caja fuerte, y podía abrir la puerta del cuartel  desde dentro para sacar aquella morterá de dinero.
Lo iban a hacer todo el veintiocho de diciembre, día de los Santos Inocentes, esa noche. Desde el 27 El dinero estaba en el cuartel, Fidel ya se lo había transmitido a Mateos. Ahí entraba Marcela en acción, que ya tenía el código de la caja fuerte que estaba en un despacho que daba al patio. Ella primero drogaría a su marido con un potente narcótico que le habían dado, cogería la llave de su bolsillo y desvalijaría la caja. Luego saldría por la puerta trasera del cuartel, que se abría desde dentro y saldría a un olivar y atravesándolo a oscuras se dirigiría al encuentro de Fidel y de Mateo, que esperaban en el Callejón de los Judíos, un callejón nada iluminada donde salvó a follar nadie iba a esas hora.
Marcela cumplió su parte y mientras en la torre de la iglesia sonaban las doce, llegó al callejón.
En la negrura de la noche divisó a Mateo y corrió hacia él, fue su último abrazo, porque a la mañana siguiente, entumecida despertó sola, desorientada, dolida y con la quemazón de una traición que no supo ver.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Cleofé Torres



La soledad con demasiada frecuencia no aviva el ingenio, genera torbellinos, vórtices que engullen la paciencia de resignados que desde la caridad aguantan la vacuidad de los estúpidos detalles, la magnificación de lo somero, de lo rasante, de lo insignificante y mondo.
Cleofé nació necia, creció entre sandeces, y maduro y macero inculcadas necedades.
Ella seguro que jamás lo oyó en su casa, porque no eran muy de reflexionar los Torres, "hay gente que nace para ser monda, gente que tiene existencias vacuas, gente que ocupan un sitio, pero nada más."
Era lechosa, floja, blanda. Nadie la estimo, nadie la reclamó, virgen se murió. Fue, como su abuela, estanquera, si uno pensaba en ella, siempre la imaginaba allí, sentada en la mesa que tenían arrimada al ventanal, moviéndose poco o nada, porque era muy frecuente que te dijera:
- Cógelo tú.
Habitualmente te atendía Pilar, que aunque estaba en la cocina, que era un cuarto contiguo a la sala del estanco, salia siempre que entraba o sentía a alguien. La Señora Cleofé, que es como la llamaron con el correr del tiempo, vivía allí, comía allí, merendaba allí, hacía solitarios a las cartas allí, rezaba el rosario, antes con su abuela y ahora con Pilar, allí. Era impensable entrar en el estanco y que no estuviera allí. Imaginamos que no dormía allí, pero a saber, porque cuando cerraban el negocio, cerraban el ventanal y no sabíamos ya que ocurría allí.
Todo era inane en Cleofé, hasta su narrativa barata con todo lujo de detalles inútiles, era experta en narrar segundo a segundo sus absurdos días de inacción, en contar como alguien compró unas cerillas, o compro unos sellos y como se los envolvió Pilar, en un trozo de periodico, un trozo del periodico que ella tenia en la mesa, que no era un periodico del día, ni de ayer, ni de antes de ayer, ni de antes de antes de ayer, era de más atrás, más viejo, vamos que no servía para nada, claro, salvo para eso y para trocearlo y ponerlo en el retrete.
Cleofé salía tan poco de ese estanco que aunque el negocio estaba al lado de la Plaza de la Iglesia, no iba a misa, por vagancia, pero lo justificaba por que tenia que atender el estanco, lo que si era cierto es que abría por las mañanas, a las ocho y cerraba según el día entre las ocho y las nueve de la tarde, comían y vivían allí, ella y su abuela y luego ella con Pilar. No iba a misa pero, Don Genaro le llevaba la comunión los domingos, y se la llevaba porque le dejaba casi gratis el tabaco.
En el estanque de desidias del pacato pueblo, ella tenía su nicho, su parcela de autosuficiencia legada, su servicio y rentas, rentas mondas pero al fin y al cabo rentas.
Era evidente que no iba a cambiar el mundo, ni de ella dimanó cambio alguno, lo heredó y como tal lo heredó pero más degradado lo dejó. A ninguna meta aspiro, ningún objetivo, ningún sueño. Se limitó a vegetar en su sillón de enea, arrimada a aquella añosa mesa camilla, que la vio nacer y la vio morir. Se limitó a ver pasar los días, las estaciones, los años. Se limitó o quizás nacio limitada, corta, necia. Vivió sobre el papel pautado en el que vivió su abuela, vivió contando monotonías, leyendo el mismo misal día tras día. Encaneció, se ajo, se marchito sin que nadie la manoseara, ni vibró, ni se conmocionó con nada, a nadie amó, nadie la amó, si la pretendieron pero no por ella sino por el estanco.
Y un otoño, después de ochenta años sin salir de aquella celda con olor a tabaco y a caramelos de menta, murio como vivió, de modo ridiculo, sin dramas, ni tragedias, pero si con un poco de comicidad, le sobre vino un mareo y se ahogó en un colmado plato de sopa que le había hecho Pilar, el abnegado cero a la izquierda de la blanquecina estanquera, de la señora Cleofé.

Ingrid Selena de Sotomayor


Ingrid Selena de Sotomayor, acababa de llegar, de poner el  pie en el suelo de aquel confín de la civilización. Llovía y sintió, al aterrizar allí, el vértigo que genera el atavismo, la marginalidad de la pacata gloria, el tufo a torrezno y picón.
A veces, muchas veces nos despertamos y corremos a buscar la negada felicidad entre iguales, en los brazos rudos de los que sólo saben mugir, arremeter con violencia, llevarnos a la gloria del orgasmo, de los consecutivos orgasmo que sólo te sabe proporcionar un animal.
Así llegó Ingrid a Pescurza, aturdida por las embestidas de Marío, por su corpulencia de morlaco, por su descomunal miembro, por un inusitado placer que la hizo creer que ella allí encajaría, que el vicio del jergón, borraría las sedas, las frases galantes, el embriagador y perenne olor a Chanel.
Jamás se había sentido tan segura como reposando después del galope, sobre su fornido pecho, durmiendo acunada por los latidos de aquel toro, la fiera que la había encerrado en aquel laberinto de rudezas, del minotauro que la tenía presa y alejada de la civilización.
Pronto la bautizaron en pueblo, Ingrid era demasiado artificioso, elegante, artificial, era más fácil llamarla, La Mingry.
La vida es necia, es volátil, es nostalgica. La Mingrit, no encajaba en aquella rural sociedad, en aquella casa sencilla, en aquel barrizal que eran las calles llenas de charcos. Ella llegó con los desafueros de la primavera, soporto los calores y las moscas del verano y los charcos y los días que se hacían cortos del otoño, pero la colmó el silencio del invierno. Ella no encajaba entre aquellas mujeres abandonadas a su suerte, con la suerte de compartir como ellas el lecho con sus toros, ella llegó, pero el pueblo pequeño no llegó a ella. Los orgasmos se fueron espaciando, el galoper fue virando a trote y el trote en aburrido paseo. Hasta el bolso último y más caro, termina siendo un bolso viejo.
Y Mingry se desenamoro del olor a leña, del olor a fuego y dejo de encajar en la furia del toro y dejo de sentir desafueros, y termino sintiendo nostalgia de los relamidos galanes que no daban la talla, terminó echando de menos los prolegómenos relamidos de la noche de los destellos, las luces y las plumas, el olor de los caros perfumes y  el insulso lecho de los amantes afeminados que compartían con ella secretos de belleza. Se aburrió del laberinto incivilizado, de la panadería y de Paulina, la alcahueta panadera. Y un dia de agosto le soltó a la vulgar despelleja corderos:
- Ni Mingry, ni Migra.
Y sin mirar atras, Ingrid Selena de Sotomayor, se marchó con lo puesto, con los galopes vividos, a vivir en la urbe de su belleza relamida y del cuento.


miércoles, 27 de noviembre de 2019

La espinela


A Crescencia la pidió su marido con una espinela roja, orlada de pequeños zafiros tres facetas. Era un anillo modesto, que ella siempre mimo, que se ponía cada vez que salía de casa, y que exhibía en el dedo corazón de su mano derecha.
Cuando Crescencia murió, todos sus hijos estuvieron de acuerdo en que el anillo se fuera en su última salida, en su último viaje, con ella.
Habían pasado más de veinte años desde su muerte, pero Margarita, recordaba perfectamente el anillo de su madre, aquella piedra roja que adornaba su dedo corazón. Por eso lo reconoció enseguida en el dedo meñique de la vulgar mano de Benita, la mujer del actual sepulturero.
No podía probarlo, y no iba a desenterrar a su madre para eso, pero sabía que era su anillo, lo que no entendía es como había llegado a aquel dedo.
Margarita, no comunicó a nadie que había visto el anillo de su madre en la mano de la zafia sepulturera. Quería estar muy segura antes de acusar.
Lo primero que hizo fue ir al cementerio, a la tumba de su madre, para comprobar in situ, si todo seguía igual.tras ver que así era, decidió ir al Ayuntamiento de Marticio, para saber si se habían realizado obras en esos panteones, su madre estaba enterrada en la tercera fila, en la fila más alta y sobre ella había un tejado, quería saber si se habían  hecho obras en él. Porque ella veía muy difícil que la tumba se hubiera profanado quitando la lápida.
Inicialmente no saco nada en claro, tuvo que pedir la información por escrito al Señor Alcalde. ahora era tener paciencia y ver si contestaban.
Jamás Margarita, había reparado en Benita, y ahora la veía en todas partes, en la carnicería, en la panadería, en la plaza, en la farmacia, parecía estar en todas partes, y en todas parte estaba ella y el anillo en su dedo.
Tentada estuvo de acercarse a ella y preguntarle, de interpelarla para saber el origen de aquel anillo, que no se podía quitar de la cabeza, hasta el punto de imaginar como el sepulturero abría el féretro de su madre y lo arrancaba del dedo corazón de la mano derecha del cadáver de Crescencia.. Era el anillo al que ella había renunciado, para que su madre disfrutara de él, eternamente.
Pasaron los meses y en ella crecía la impaciencia. Crecía la ofuscación y la obsesión con aquella joya que debería estar en el dedo de su madre y no en aquel rechoncho y vulgar dedo.
Desde el Ayuntamiento no llegaban noticias, sobre si se habían hecho obras en los nichos, la tumba de su madre no daba la sensación de haber sido profanada, pero Benita seguía teniendo la espinela en su zafio dedo.
La obcecación llegó a su culmen un veintiocho de noviembre- Era tarde, pero Margarita se conocía al dedillo los horarios de Benita, y la esperó agazapada en la puerta de una bodega. La noche era cerrada, sus manos firmes agarraban la azada, cuando Benita la rebasó, salió sigilosa y por la espalda le asestó un tremendo golpe y en el suelo se robo la alhaja. Salió corriendo sin mirar atrás hasta llegar a casa, y allí, rompió el mango del arma del crimen en trozos y los tiró a la lumbre, también tiró la parte metálica para que se quemara por si había algún resto de sangre en ella, sacó del bolsillo el anillo, lo puso en la mesa, y se desnudó por completo y quemó toda la ropa. Se lavó con saña, frontándose con fuerza todo el cuerpo, como si eso pudiera borrar lo que acababa de hacer. Se vistió de nuevo, de modo cómodo, no tenía sueño, ni hambre, ni nada. Encendió uno de los fuegos de la cocina y puso a hervir agua y puso el anillo dentro del cazo, para borrar de él, todo rastro de aquella vulgar ladrona.
Durmió poco y de modo intranquilo y se despertó agotada. Tras tomar un café solo, retiro las cenizas de la chimenea y la pieza metálica y se las llevó al patio. Allí cogió una maceta nueva y en el fondo colocó la azada y luego vertió las cenizas y encima trasplantó una de sus aspidistras y de seguido colocó el macetón debajo de la desnuda parra.
Tras borrar todo rastro, respiro aliviada y se tomó otro café, pero este con mucha más calma.
A media mañana salió a la panadería y allí oyó la noticia, habian matado a Benita, en el Callejón de Sierpes. Presto atención a lo que decían, pero no sabían nada, salvo que la Benita estaba muerta, y que ya nadie estaba seguro y que quien habría sido el desalmado que había matado a aquella infeliz, para robarle un anillo, una baratija, porque esa pobre diabla, nada bueno se podría permitir.
Pasaron los días y estaba claro que no sospechaban de ella, que todas las sospechas apuntaban a un raterillo del pueblo, al que ya habían llevado al calabozo, aunque él muchacho lo negaba todo y no le habían encontrado el anillo.
Cuantos más días pasaban, más segura estaba, más tranquila. Y con el pasar llego la Navidad y festejarlo en familia. Su padre, después de enviudar, se había vuelto a casar, ahora vivía en Granada, con su nueva mujer, pero siempre volvía en Nochebuena, a la casa que tenía en el pueblo, e intentaba juntarlos a todos, aunque casi nunca lo conseguía. Ese año para la cena, vinieron dos de sus hermanos, José y Nazario, con sus mujeres y sus hijos, y ella, que era lógico que también iba a ir.
Margarita, procuro no llegar puntual, no soportaba a la mujer de su padre, ella nunca había pretendido ocupar el lugar de su madre, pero aun así la odiaba igual.
Cuando Margarita llamó a la puerta le abrió su hermano Nazario, lo beso y tras él, beso a todos, a su mujer a sus dos hijos, a su hermano José, a su mujer Marta y a su hija Irene, por último beso a su padre y después beso a su mujer. Cuando la beso, vió en su mano, en su dedo corazón una espinela, igual que la de su madre.  No lo podía creer. Pasó toda la cena atormentada, hasta que al final, pudo acercarse a su padre y preguntarle:
- ¿El anillo que lleva ella, es el de mamá?
A lo que su padre respondió que sí, que se lo había regalado él.
Margarita se echó las manos a la cabeza y le dijo:
- Pero si lo tenia mamá puesto cuando estaba en el féretro. Decidimos que lo tuviera ella siempre.
A lo que su padre respondió:
- Yo no había decidido nada, yo se lo había regalado, era mi mujer, y antes de cerrar la caja se lo quite.
Margarita en ese momento perdió el conocimiento y se desplomó. Sus hermanos rápidamente la socorrieron y la espabilaron y ella al despertar decía aterrorizada:
- ¿Y el otro de quien es?
- ¿Y el otro de quien es?
- ¿Y el otro de quien es?






martes, 26 de noviembre de 2019

Mariana


Mariana, estaba cansada de recibir lo que no daba, de las grajas enharinadas de sus relaciones convenientes, de la envidia de un circulo de hipocritas afectos que sólo esperaban su óbito, para saquear su casa. Ella lo vio muy claro cuando murió Serafina, la única a la que podía llamar amiga. La lamentable pelea de verduleras a la que tuvo que asistir mientras la velaban. Estaba muy claro que eso no lo quería para ella. Aunque ella no tenía ningún hijo casado con ninguna arpía. Directamente no tenía hijos, tenía algo peor, sobrinos, de esos que te da el diablo, sobrinos pedigüeños y falsos, que se creían con derechos sobre algo que no habían sudado, ni custodiado.
Mariana, aunque tarde, aterrizó en la cruda y dura realidad, la del despreciable afecto que te profesan las garrapatas. Era triste ver, que cuando ella comenzaba a tener los pies en la sepultura, aparecía en escena la patulea de su sangre, queriendo controlar sus gastos y decisiones para que no llegara a sus manos menguada su fortuna, una fortuna que nada tenía que ver con ellos, pues era el sudor y el legado de su difunto marido, el juez Nicanor Echeverría.
Mariana, decidió gastar sin tino, pulirse todo lo que tenía, no dejar nada, o si dejaba algo dejar deudas.
Llegaba la Navidad, y decidió realizar su primer dispendio. Contrato a la Coral de la Capilla Palatina para que en Nochebuena diera en la Iglesia de San Miguel un concierto. Hablo con la Imprenta de los Buendía, mandó imprimir unos muy régios tarjetones, e invitó a lo más granado de Orantos. Don Manuel, estaba encantado con aquel evento. Por cuenta de la Viuda de Echeverría, tambien correría el arreglo floral de la Iglesia. En los tarjetones, rogaba asistir de gran gala y que la recaudación del voluntario donativo, sería para el Hospicio de San Clemente. Por supuesto invitó a los interesados de sus sobrinos, para contemplaran en primera fila todo su dispendio.
Todo estaba programado para empezar a las siete, primero sería el concierto, luego la Misa de Gallo y después un ágape en el claustro de las gárgolas.
En Orantos, era muy grande el revuelo provocado por este concierto, la misa y el ágape. Don Manuel, el joven cura de San Miguel, estaba contentísimo con todo, y veía muy acertada la misa en medio, pues si querían ir al convite, tenían que oír misa forzosamente.
Mariana, se empezó a arreglar sobre las cinco y media, se puso su vestido negro cuajado de pedrería azabache,  y sacó de la caja fuerte el corsario de brillantes de su tía Alfonsa, los pendientes de boda de su madre, los brazaletes de zafiros de la abuela Enriqueta Benquerencia, y la tiara de diamantes y esmeraldas de la Virreina del Perú, la baisaluela Amalia Teresa.
- Más siempre es más y sobre todo cuando una es una vieja.
Dijo mientras se volcaba encima todo el joyerío.
Mientras se sobrecargaba pensaba en las grajas, en sus sobrinos, en todos los que pensaban heredar y deseaban expoliar su casa. Y decía para sí:
-Lo veréis, lo deseareis, pero no lo catareis.
La llegada a la Iglesia de lo invitados fue grandiosa, todos con sus mejores galas, compitiendo en brillos y en alhajas. La noche era fría, pero la luna lucía espectacular en el cielo despejado, en un par de días sería luna nueva.
Mariana, recibió a sus invitados en la puerta, con Don Manuel a su lado y el pequeño Tomasín que recogía los sobres de los donativos. Era todo tan regio, tan teatral, tan cosmopolita. aquella feria de destellos y vanidad.
No faltaron a la cita los tres hijos de Serafina, y las tres nueras arpías, se habían repartido su adecero de espinelas, la mujer del hijo mayor llevaba los pendientes y el anillo, la del mediano la piocha y la gargantilla y la del pequeño el broche y las pulseras, gemas y estatus de alguien a quien nunca quisieron y cuidaron.
El Concierto fue divino, las iglesias tienen tan magnífica acústica. La coral comenzó con "Adeste fideles", "El Abeto", "A la flor del alba", " Aghia Marina"  y terminó con " Airiños da miña terra".
La iglesia estaba abarrotada, de la flor y nata de Orantes, y de todo lo que no era ni flor, ni nata. Hasta sus siete sobrinos estaban allí presenciando los fastos de Nochebuena de Mariana, aquel dispendio que menguaba su herencia, los sobrinos y sus partners, jugaban en su imaginación a repartirse las alhajas de la octogenaria Mariana, jugaban, sólo jugaban.
A los pies del altar estaba el misterio, el misterio monumental que se armaba con la Virgen de la Asunción del retablo mayor y con el San José del retablo de la capilla del mismo nombre, el Niñito Dios, se añadiría al comenzar la misa. Y fue en ese momento cuando terminó el concierto y se iba a ir Don Manuel para revestirse en la sacristía, cuando Mariana Alonso, Viuda de Echevarría, se levantó del sillón desde el que presidía el evento, y agarró del brazo al curita, y ambos se dirigieron al centro de la nave mayor, delante del misterio, Mariana habló al cura al oído, y llamó a su fiel Marcelina, su criada de siempre y ante todos y ante los interesados sobrinos, se comenzó a desprender, con la ayuda de la sirvienta, de todas sus imponentes joyas, y las fue poniendo a los pies de Nuestra Señora de la Asunción, mientras decía al cura y a los presentes:
- Todos sois testigos de mi donación.
Tras despojarse del peso de las joyas, más ligera, pero igual de elegante, volvió a ocupar su sitio, ante las exclamaciones de las clases altas y del pueblo llano, y ante el berrinche y la decepción de sus sobrinos los cuervos, que se levantaron de sus sitios y abandonaron la Iglesia, consternados por lo que acababan de presenciar, y sobre todo por el escarmiento que acababan de recibir.
Con la ausencia de los que estaban esperando enterrarla y repartirse el botín, empezó la misa de Nochebuena, con el lustre de la Coral Palatina. El sermón fue breve y por supuesto Don Manuel agradeció a Doña Mariana, el gesto, el regio presente que acababa de tener con Nuestra Señora de la Asunción, que a partir de esa noche iba a lucir más Reina que nunca.
En el lado del evangelio de la Iglesia de San Miguel, estaba la puerta que comunicaba directamente con el claustro de las gárgolas, y en ese patio, tambien estaba la sala capitular. En esa sala estaba el ágape para los mojes, el cura y las clases altas de la Villa, y en las galerías del claustro el convite para el pueblo. Todo salió a pedir de boca, Mariana esa noche se fue a la cama satisfecha, pletórica, ligera.
No tardaron en llegar las reacciones al dispendio, sus queridos sobrinos a través del Abogado Venancio Martos y del Doctor Aniceto Zama, buscaban someterla a unos exámenes para inhabilitarla e impedir que siguiera gastando, claro que al no ser ni hijos, ni marido, ni herederos directos de ella, pues eran sobrinos segundos, hijos de los hijos del hermano de su padre, Don Wenceslao Alonso Madrigales, o sea hijos de sus primos hermanos. Imposible que eso prosperará, pero el hecho de retratarse con esta estrategia tan torpe, cabreó aún más a Mariana, que tenía fieles aliados en la defensa de su cordura, al cura de San Miguel, al boticario, a su médico de cabecera y a muchas ricas que habían visto con muy buenos ojos el dispendio en el acto de Nochebuena, que había recaudado para las Obras Pías de San Clemente, del Hospicio de Orantos, la friolera de 3000 reales.
La avaricia de los cuervos colmó, la paciencia de Mariana, que tras salir airosa de las acusaciones de demencia, llamó al notario, y en presencia de Don Manuel, Marcelina y el boticario, Don Anselmo, otorgó testamento a favor de los monjes de la Iglesia Convento de San Miguel, nombrando como albacea de sus últimas voluntades al curita Don Manuel. Sólo pidió a cambio, una cosa, que cuidaran de que no le faltara nada a Marcelina, y las suficientes misas para la salvación de su alma.




domingo, 24 de noviembre de 2019

Rosa


Se había vuelto a reencontrar con él, era fontanero, pero él ni reparo en quién era ella.
Las pequeñas averías te las atienden difícilmente, había cogido su número del tablón de anuncios del supermercado y lo llamó desde allí mismo.
Sonó el primer tono y descolgó:
- Dígame.
Y le dijo ella:
- Es usted Manolo, es que tengo una avería en casa.
Él le respondió que sí y le preguntó de qué se trataba, que le explicara un poco, a lo que ella contestó:
- Es el desagüe del fregadero, se sale y me fuerza a tener un cubo, y es un auténtico engorro.
Él le contestó, que sin problemas que si quería podía ir esa tarde, a lo que ella contestó:
- Por supuesto que sí, cuanto antes mejor.
Y renglón seguido añadió.
- Le doy mi número por si no puede y me llama para otro momento.
El respondió, que era un hombre de palabra, que esta tarde a las cinco estaría allí, que le diera su dirección, que el número no hacía falta.
Ella le indicó dónde vivía, y le volvió a insistirle si quería el número de teléfono, que ella había cogido su anuncio y que no lo estaba llamando desde casa, sino desde un teléfono público en el supermercado.
Él le volvió a insistir que no era necesario, que iría sin falta esa tarde, y le remarco de nuevo que él, era un hombre de palabra.
Y así fue, esa misma tarde a las cinco en punto Manolo estaba allí.
Rosa, nada más abrirle la puerta lo reconoció, y nada más pasar a su lado incluso reconoció su olor, ese mismo olor, que tardó en salir de su cuerpo años.
Rosa, lo condujo a la cocina y él, casi sin mediar palabra se dirigió al fregadero y abrió la puerta para ver los tubos del desagüe, y dijo:
- Es el sifón.
Añadiendo de seguido:
- Tráigame usted la fregona y déjela por aquí, que es probable que la necesite, y acerqueme un paño, que no le importe que use.
Ella, hizo lo que el mando, y se fue dejándolo solo, al salón.
No podía creer lo que estaba pasando, él estaba allí, el hombre que la violó de niña, una violación que ella había callado porque eran otros tiempos y pensó que nadie la iba a creer.
Se agolparon los recuerdos en su cabeza, aquella sensación de asco, aquel agarrotamiento, el olor que se le quedó metido en la piel, y sobre todo el silencio, el forzado silencio, nunca se lo había contado a nadie, siempre había querido olvidarlo, dejarlo dormir, que se borrará, pero nunca se había borrado.
Esa era una de las razones de su soltería, la aversión que sentía hacia el sexo, la aversión a la proximidad de un hombre.
Él, seguía en la cocina, y ella sentada en el salón continuaba pensando.
Cuando él, estaba apunto de terminar entró ella en la cocina y le preguntó si quería un café, él dijo que sí, y se lo preparó, ella también se sirvió otro, lo tomaron en la mesa de la cocina, ella sentada frente a él, mirándole a los ojos y haciéndole discretas preguntas. Tenía una mirada triste, parecía que no le había tratado bien la vida.
Rosa, le dijo tras dar el último sorbo:
- ¿ A cuánto asciende la broma? mientras sonreía, con una amplia sonrisa.
No era caro el arreglo, y así ella se lo expreso, pidiendole a continuación si tenía una tarjeta, para guardarla por si lo necesitaba otra vez. Manolo, sacó de su cartera una y se la dió.
Rosa, lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él.
Ya sabía su nombre y su teléfono, ahora sólo faltaba averiguar dónde vivía y decidir que iba a hacer.
A Través de la guia telefonica no fue difícil buscarlo. Allí estaba su dirección, Avenida Marqués de Castellflorite nº 33, 7º b. Ahora sólo faltaba hacer más averiguaciones sobre él.
Manolo no la relacionaba con el pueblo, pero la conocía y eso dificultaba la investigación, no se podía dejar ver merodeando por allí. Decidió entonces coger una habitación en una pensión cerca de su trabajo, un cuarto en el que cambiarse de ropa, de estilo de vestir, ponerse una peluca y así con una imagen diametralmente opuesta a la suya, ir a la Avenida de Castelflorite y conocer la vida que llevaba Manuel. Esta rutina la llevó a cabo durante un mes, de casa al trabajo, del trabajo a la pensión, de la pensión al barrio del fontanero, y de allí vuelta a la pensión y otra vez a casa, para al día siguiente volver a empezar. Tras ese ajetreado mes, donde nunca coincidió en persona con él, pudo conocer a su mujer, a sus hijos, a vecinos, saber que no le iban bien las cosas, que la vida, como ella pensaba, no lo había tratado bien.
Y fue entonces cuando decidió llamarlo de nuevo, para que le arreglara otra avería.
En ese mes, ella había averiguado también como joderle el hígado, como envenenarle el café, como ajustar cuentas, como cobrarse el daño que él, le había hecho siendo una niña.
Era un miércoles, llovía suavemente, habían quedado a la misma hora. Él atendía estos trabajos por la tarde, por la mañana llevaba el mantenimiento del edificio donde vivía y era el portero del inmueble, pero el dinero no era suficiente para vivir, por eso hacia extras, atendiendo pequeñas chapuzas, como la del desagüe, o la del calentador, que era la que en un momento le iba a atender, todo esto lo hacía en negro, no era un trabajo declarado, eran ayudas para salvar el més, para trampear lo difícil que era vivir en aquella cara urbe.
Fue puntual, ella le abrió la puerta, lo saludo como la otra vez, volvió a sentir su olor y volvió a recordar, lo condujo al tendedero, allí estaba el calentador. Y como la otra vez lo dejó allí, mientras ella se fue al salón a pensar lo que estaba haciendo, lo que le iba a hacer.
Manolo ya había terminado el arreglo, le dijo que no era nada, que era una abrazadera que estaba mal apretada, y que ya no gotearía más. Le dijo que no sabía que cobrarle. A lo que Rosa contestó:
- Su trabajo y el desplazamiento, la molestia de venir hasta aquí.
Añadiendo renglón seguido, que si quería que le sirviera un café. Él contestó que de acuerdo, y como la otra vez, se sentó en la mesa de la cocina a esperar que se lo pusiera, mientras conversaba de intrascendencias ella con él. Le sirvió el café y se lo puso delante y en el momento de acercar el azucarero, titubeo y se le resbaló de las manos, haciéndose añicos en el suelo, sacó el cepillo y el cogedor mientras disculpaba su torpeza y le dijo:
- ¿Si lo quiere tomar? Tiene que tomarlo amargo, no tengo más.
A lo que él contesto que no le importaba tomarlo sin azúcar.
Tras el último sorbo le dijo un precio ridiculo, ella se lo abono y abriéndole la puerta se despidió de él, diciendo.
- Muchas gracias, si le vuelvo a necesitar, lo llamaré.
Tras cerrar la puerta volvió al salón y sentada frente al ventanal pensó, que la vida de su violador había estado en sus manos, pero ella no era como él.

Nunca des la espalda a quien debes



A veces subestimamos la memoria de los demás, 
pesamos que como olvidamos nosotros, ellos olvidan. 
Y no es así, hay gente que lo recuerda todo y que jamás olvida.
El recuerdo nos permite no repetir errores, y nos permite llegado el momento cobrar la cuenta. 

Nunca le des la espalda a quien le debes. 
Nunca, aunque creas que mucho ha llovido y que todo se ha borrado y no queda nada o ha prescrito.


Irsia Carolain Sprimbol

La historia del fiel Rufo


El loro de Frances Teresa Stuart. La duquesa de Richmond y Lennox, bella dama con muchos pretendientes, no tuvo amor más fiel que el de su yaco, su loro gris, que la acompañó cuarenta años y que tras morir ella de pena, él murió tambien. La taxidermia unió sus destinos hasta hoy, acompañando a su dueña en su descanso eterno, tras ser eviscerado y disecado, en la Abadía de Westminster.
Sirva este encabezado, para contar la historia cruzada y entrelazada de un amor fiel y leal, como es el amor del animal, que en nuestros lecho de muerte decide a veces morir y acompañarnos en ese viaje sin retorno, que es partir de este mundo, hacia el incierto y brumoso más allá.
La simultaneidad existe, y a veces no es azar, es una orden que así mismo se da el herido corazón para dejar de latir. Se puede morir de tristeza, la tristeza mata o uno puede quedar todo muy atado para que quien queda y no muere, ni esté triste, ni le falte nada.
Su cabeza buscaba su mano, la caricia de sus delgados dedos, el témpano que era su anillo.
Lucrecia Vento Pazhín, nació vendiendo castañas, o más bien su madre vendía castañas cuando ella nació, hija de castañera y piconero, se dedicó desde bien pequeña al oficio de su madre, a vender castañas en la temporada de castañas, chochos y barquillos en el verano, y almendras garrapiñadas cuando otra cosa no se podía vender. Su vida transcurrió en la calle, en el portal de las castañeras de la plaza de Villarroel, con la única fiel compañía de un perro, de muchos perros, porque fueron muchos los perros que le fueron fieles a lo largo de su vida, hasta que un día se fue ella y quedo el perro sin compañía.
Su vida había sido lineal y dura, como la de tantos, pero había sabido guardar e invertir todo lo que había ganado, de tal modo que aunque nadie lo sabía, salvo su administrador y albacea, a su fallecimiento dejó tres casas en el centro de Villarroel, que estaban alquiladas y generaban rentas y la mitad de una almazara en Torrico, el pueblo natal de su madre, inversión que hizo prestando el capital a un pariente muy lejano suyo, para que pudiera empezar el negocio y con la condición de que la almazara fuera al cincuenta por ciento, claro está que la castañera tambien tenia dinero en el banco.
Nada más morir, su albacea se hizo cargo de Rufo, del perro último de la castañera y notifico a los herederos, los tres hermanos de Lucrecia, que pasaran por su despacho para que les informara.
Les recibió de uno en uno y les fue nombrando las posesiones de su hermana, a lo que todos reaccionaron con asombro, porque pensaban que no tenían nada, salvo la pequeña casa que tenía en la plaza donde vendía las castañas. Y a todos tras nombrar las propiedades, les comento que su hermana también tenía un perro, que era el que estaba en su casa, que se llamaba Rufo y ¿Qué iban a hacer con él? Desde el primero al último, los tres contestaron, que nada, que no querían al perro, que no querían esa carga. Y tras decir esto, a los tres y de uno en uno les dijo, que se habían quedado sin nada, porque sin perro, no hay cuartos que valgan. Todos tras aclararles este punto. querían ya al perro, pero el testamento era muy claro, o querían a su fiel compañero a la primera y sin la promesa de nada, sin conocer esa cláusula, o no heredaban nada. Y así fue como el perro, terminó viviendo a cuerpo de rey en un convento y como lo heredaron todo, las monjas de Santa Clara.




Victoria, la paciencia y la perdida elegancia


La venganza necesita de paciencia, necesita ser tramada, urdida con calma, tiene que ser sigilosa, una puñalada trapera en la oscuridad.
Es duro resignarse a perder lo que siempre se ha tenido, ese talento que jamás imaginaste que ibas dejar de tener. Ese talento, del que hacías bandera, que era tu principal seña de identidad. Toda la vida escuchando a los otros, a las otras, envidiar tu tipazo, tu elegante delgadez, tu esbelta figura. Algo que tú no hacías ningún esfuerzo por retener, por conservar, y a lo que siempre contestabas:
- Es genetica, yo como de todo, pero no me engorda.
Pues ya ves, la genetica te jugo una muy mala pasada, una pasada que te trae de cabeza, y que tú te niegas a asumir. Claro que como asumirlo cuando existen esas amigas envidiosas, que se alegran de verte destronada del podium de la belleza, de verte con papada, sin poderte vestir con una talla treinta y ocho o incluso con la cuarenta. Esas que te lo recuerdan sin cesar, zahiriéndote en público, para que sepan lo gorda que te has puesto, hasta los que ni sabían que antes, hace un par de años, no eras gorda, no estabas así. Triste verte y que te vean, con problemas incluso para entrar en una cincuenta y cuatro y tener que ir holgada, porque no quieres que la ropa defina, lo que ya no te define a ti.
Así, se fue agriando el carácter de Victoria, a pesar de disimular su enfado perenne, con su imponente sonrisa de dientes perfectos y muy blancos.
No había forma de revertir el proceso, y todo pequeño avance en la pérdida de peso, se veía inmediatamente contrarrestado con una ganancia del doble. Era una obsesión, un despertar por la mañana y no poder creer, no querer creer, que esa pesadilla era verdad. Era gorda, y todo indicaba que iba a ser gorda siempre, que el retorno a las hechuras de antes era imposible.
Se acostumbro al sarcasmo, pero no al de todos, le resultaba intolerable sobre todo la burla constante de Ángel, un imbécil que babeaba por ella, y al que ella nunca hizo caso, por mediocre, por ramplón por zafio, y que ahora que ella era imponente árbol caído, él, el ridiculo de Ángel, se dedicara a lastimarla, ahora que tampoco podría ni tenerla, ni alcanzarla, porque siempre vió al mequetrefe, como un ser repulsivo, pelota, lameculos y sin agallas. Y ella, aun estando gorda, en el tema de hombres, seguía teniendo la cerca muy alta.
Victoria, fue paciente, y con el paso de los años todos fueron olvidándose de esas chanzas y volvió la calma, siguió siendo gorda, pero una gorda que había asumido su nuevo ser, su ser nuevo que había llegado para quedarse. Pero el rechazado, el patético resentido, que ni flaca, ni gorda la había conseguido tener, seguía con sus chanza y fue cuando ella,  decidió ejecutar su venganza.
Hay rutinas que dominamos, que repetimos, que nos definen, que siempre hacemos y repetimos, hábitos mortales, recorridos en los que es muy fácil abatir a la vulgar presa.
Victoria seguía utilizando las escaleras, pra subir y bajar de su despacho. Ángel también las utilizaba, pero las subia y bajaba trotando, de dos en dós bajaba los escalones y siempre del mismo modo, saltaba impares, pisaba pares.
Sólo tenía que poner en el último, peldaño par un poco de grasa, y así lo hizo, y Ángel trotó al bajar, trotó, mientras ella iba detrás, y su rutinario trote ese día fue mortal, resbaló y cayó golpeando se con uno de los escalones de terrazo la nuca, ella, Victoria, gritó pidiendo ayuda y se acercó a socorrerlo, mientras con la manga de su abrigo holgado de cheviot, limpio la mancha.  Cuando los demás llegaron la vieron doliente sujetandole la cabeza en su regazo a Ángel, llorando de satisfacción por haber terminado con tanta chanza.
Dos días más tarde fue su entierro, al que ella asistió con su abrigo de cheviot blanco y negro y con un vulgar ramo de flores de plastico que había robado esa misma mañana en el cementerio, en el que ponía en una cinta, con letras doradas "TE QUIERO".

viernes, 22 de noviembre de 2019

Parecía perfecta


Él, tenía dos hijos cuando decidió casarse con ella. Marío tenía ocho años y diez Rubén.
Los abuelos siempre pusieron pegas a casi todas las candidatas, pero cansados, con esta se relajaron un poco.
Ricardo, era joven, era normal que quisiera olvidar, que quisiera rehacer su vida, que quisiera tener una mujer a su lado, que hiciera de madre para sus dos hijos.
Se casaron de modo sencillo, sólo por lo civil, una pequeña comida con los más íntimos y una semana en la playa sin los niños.
Los niños no la adoraban, pero eran conscientes de que había llegado para quedarse.
Ricardo, era un buen partido, a pesar de tener ya familia, era juez, unas duras oposiciones que vivió Mercedes, que supo entender Mercedes y que marcaron el ritmo de su relación y la boda. La boda religiosa y civil, cuando aprobó las oposiciones. Todo era perfecto, todo era previsible, todo era vivir y ser felices, tenían el futuro resuelto. Nacieron los niños y no cabía más felicidad, sanos, guapos perfectos. Hasta que la desgracia llamó a su puerta, y nunca mejor dicho, llamó a su puerta, porque eso hizo el ladrón que la mató, llamar a la puerta de la casa de la pareja feliz.
No fue, nada, nada fácil, reponerse a todo aquello, Mercedes sólo tenía treinta y dos años, Rubén tenía cinco y Marío sólo tres. Cuántos desvelos había tenido Ricardo, pensando, por qué estaba ella en ese momento allí, por qué no le dejo que robara todo lo que quisiera, por qué la había matado si sólo venía a robar.
Habían pasado cinco años, y había decidido poner fin al ese futuro perfecto, con Mercedes, que se había desvanecido.
Claudia, parecía perfecta, tras varios intentos por cuajar una relación con otras mujeres, intentos que siempre tenían un pero para sus suegros, incluso para sus padres y lo peor, incluso para él.
Claudia, llegó como agua de mayo, llegó para cuidar los niños, para echar una mano a Inés, que era la que llevaba todo desde la desgracia, desde que su madre prescindió de ella para pasársela a él.
Ricardo estaba también cansado de que su casa, era la casa de todos, de sus padres, de sus suegros, de su hermana Monica, todos venian a cuidarle, a verle, a atender a los niños, a sacar el perro de Mercedes, a hacerle feliz, porque todos venían con muy buena intención pero ahora él quería otra cosa, por eso busco una niñera, que pusiera freno a tanta entrada y salida, y pusiera orden en las vidas de sus hijos, consentidos por todos, para compensar la pérdida.
Claudia llegó discretamente y tomó las riendas,  al principio encajó bien con Inés, y no chirrió con nadie, y el resto llegó sólo, se hizo necesaria, y era una joven que estaba bien, sencilla y obediente, dócil, y manejaba a los niños y ellos la respetaban y le hacían caso. Con ella llegó la calma y Ricardo, dejó de sentirse agobiado por el afecto y proteccionismo de los suyos. Claudia les hizo ver que ya no eran tan necesarios y así fue sucediéndose todo, hasta que decidió que era la más conveniente, que era su futuro, ese que quería encontrar. Y ella, no se limitó a estar, enseguida vio la posición que tenía y fue a por él.
Ricardo, tenía treinta y ocho, cuando se casó con Claudia de sólo veintiséis.
No era algo rubricado, pero Ricardo no tenía ninguna intención de tener más hijos. Claudia había asumido esta premisa y decía tomar medidas para no quedarse en cinta. Ricardo con Mercedes había planeado que tendría cuatro hijos por lo menos, pero ahora era otra cosa, no sabía cómo podría afectar esto a Rubén y a Marío y de momento no quería alterar esta tranquilidad.
Todos dieron su voto de confianza a la nueva pareja, les dieron su aire. El primer cambio fue que Inés volviera con la madre de Ricardo, todo esto ocurrió tras convertirse en la Señora de la casa, surgieron tiranteces, y la decisión fue propiciada por la propia Inés, que no se sentía cómoda a las órdenes de la advenediza como la empezó a llamarla, cuando hablaba con los abuelos de los niños. Inés hizo las maletas y se fue a casa de Doña Lidia, algo que esta agradeció, porque las chicas nuevas nunca tuvieron  controlada la casa, como siempre la tuvo ella, y que Inés era como de la familia y eso daba mucha tranquilidad.
Claudia, sin competencia tomó las riendas de la casa, y la fue haciendo a su manera. Retiró las fotografías en las que aparecía Mercedes, fotografías familiares donde ella no estaba, empezó así a diluir, hasta borrar totalmente que Ricardo había estado casado antes. Pero a los niños no los podía borrar, ni tampoco podía romper por completo los vínculos con los abuelos y la hermana de Ricardo.
Su Ricardo era juez, pero el ritmo de vida que llevaban, no era sólo de su sueldo, el dinero venía de los padres de Mercedes, de la abultada asignación mensual que pasaban a Ricardo para sus hijos, para que estudiaran en el elitista colegio francés  "Sacré-Coeur", para que llevaran la vida que les había programado su hija, por eso no podía cortar con ellos, tenía que permitir las vistas aunque poco a poco ella las fuera espaciando y dificultando, pero sin levantar suspicacias. Los padres de Ricardo estaban bien , pero no tenían tanto, ellos sólo consienten a los niños con cosas triviales, como hacia la hermana.
Siempre fue Inés, la que más recelos mostró contra la advenediza, la que aguijoneaba a Lidia, con sus sospechas, la que interrogaban a los niños cuando pasaban tiempo con los abuelos y bajaban a la cocina para que los empachara con sus dulces y sus ricas tartas.
Inés, nunca se creyó la sonrisa falsa de la dócil Claudia, y cuando Ricardo comunicó contra pronóstico, que estaba embarazada, dijo con voz sarcástica:
-Lo sabia, lo sabia, yo esto lo veía venir.
A los padres de Mercedes era más fácil complacerlos, los negocios y su vida social, hacían que tuvieran menos tiempo y que con mandar a los niños un fin de semana al mes a su imponente mansión, donde tenían de todo, o con verlos el domingo en misa en la Iglesia de San Marcial, tenían bastante, y eso Claudia, lo cumplía a rajatabla.
Mercedes, era hija única, única y adoptada, eso lo había averiguado recientemente, que no era de ellos, porque no podían tener hijos, y dado su importante patrimonio decidieron tener de este modo una heredera. Por esta razón era tan importante también cuidar a los abuelos ricos, porque cuando faltaran todo pasaría a los niños, a Marío y a Rubén, y claro el tutor era Ricardo y ella su mujer.
Ricardo, reaccionó bien, cuando supo la noticia del nuevo hijo, no se enfado, sino que se ilusiono. Olvidó la promesa, lo pactado antes de casarse y pensó que así se afianzaría la familia. Y nada más lejos, porque ese fue el germen de todo lo que ocurriría después.
El embarazo, como era natural en una mujer tan joven transcurrió bien, incluso se relajó en sus maquinaciones y se dejó mimar y querer por su juez.
Claudia era una incógnita para todos, nunca habían querido pensar mal de ella, pero todo lo relativo a su pasado era un enigma, sólo sabían lo que ella había contado, nunca ninguno de sus familiares había venido a verla, no estuvieron en la boda, decía que tenía tres hermanos que vivían en Francia, como sus padres que habían emigrado allí. La verdad es que ella hablaba francés, de hecho ayudaba a los niños con sus tareas, porque en el "Sacré-Coeur" se estudiaba en español, en inglés y en francés. Según el curriculum y referencias que presentó para trabajar, puericultura lo estudió en Francia, aunque allí no había nacido, había nacido en Galende, Zamora y sus apellidos eran Ramos Ribadelago. Y poco más sabían de ella, salvo que estaba casada con Ricardo e iba a tener un hijo con él.
Por fin nació el nuevo vástago, el hijo de Claudia, el hermanastro de los hijos del juez. Ella quería llamarlo Luis y Luis se llamó, nadie opinó al respecto, a Ricardo el único que podía hablar le pareció bien. Un nuevo Cambreleng, había venido al mundo, un nuevo nieto para Lidia y Samuel, los abuelos Cambreleng, pero este niño ya no tenía a los otros abuelos, a los ricos Coleman, esos sólo eran abuelos de los ricos niñitos, de Marío y Rubén Cambreleng Coleman.
Según fueron creciendo los niños, y fue creciendo Luis, se iba notando cada vez más la diferencia de clase, como los niños ricos tenían acceso a mil caprichos, como eran colmados por sus abuelos maternos de mil atenciones, y como Luis, su hijo, el Cambreleng Ramos, no recibía tanto agasajo. Y fue con ese llover y llover de diferencias, de trato, cuando Claudia que nunca había querido realmente a Rubén y a Marío, empezó a mostrar por ellos una abierta antipatía, una difícil de disimular manía.Y vió que su hijo era el hermano pobre, bueno realmente no era tan pobre , su padre no escatimaba nada en él, pero los otros tenían tanto, iban a heredar tanto, y cuando fueran mayores de edad, ni siquiera sería el administrador su padre, serían ellos.
En el tercer cumpleaños de Luis, lo vio claro todo. Monica y su flamante marido, la abuela Lidia y el abuelo Samuel, Ricardo y sus hijos y ella con la tarta y las tres velas. Sólo faltaban tres años para que Rubén fuera mayor de edad, para que volara, y cinco años más y volaría también Marío. Y con ellos volaría el imperio Coleman. Y su hijo sería un advenedizo, un apéndice de los niñitos millonarios.
Los acontecimientos volvieron a cizañear en su resquemor, un mes más tarde de cumplir los tres añitos Luis, cumplió catorce Marío y se evidenció de nuevo la diferencia de clase, y ahí ya no pudo más y lo que eran sólo pensamientos inconexos, se empezaron a hilvanar como maquiavélico plan.
El cumpleaños fue en casa de los abuelos maternos de los herederos, con una fiesta donde estaban todos los que eran algo en la ciudad, incluso más allá, porque la cadena Coleman, tenía tiendas abiertas por todas partes, estaban todos sus compañeros del "Sacré-Coeur", incluso los profesores, había empresarios con sus relamidas mujeres, abogados, los Cambreleng, Monica y su pijisimo marido, y ella y su hijo, y claro Ricardo, el juez.
Inés, seguía desconfiando de la advenediza, seguía interrogando a los niños cuando iban a casa y seguía obsesionada con la idea de que Claudia, la trepa, algo tramaba.
Los Cambreleng, ahora tenían una nueva distracción, un nuevo foco de atención, Monica esperaba un hijo, otro nieto en la familia, ese embarazo Lidia lo estaba viviendo en primera persona, su unión con Monica era enorme, no sólo era su hija eran confidentes.
Por eso Inés se atrevió a dar un paso más allá, una osadía que le podía haber salido mal. Contacto con Rita, la criada que la sustituyo a ella, la criada de total y absoluta confianza de Claudia. Quedaron en verse en el boulevard de las acacias, en la avenida San Miguel, donde Inés sabía que nunca ninguno de ellos iría.  Se lo jugó todo a una carta, se lo jugó y ganó, porque encontró en Rita, la complicidad que buscaba, y esta le relato determinadas cuitas de la señora, de Doña Claudia, como la llamaba ella
Le dijo que era muy irascible, y que sobre todos desde que nació Luis, estaba especialmente extraña.
- A los niños, los que no son suyos, los odia, aunque lo disimula bien, es muy astuta, pero hay algo turbio en su pasado se nota.
También le dijo que le daba pena Don Ricardo, se veía que estaba muy enamorado de ella y que no desconfiaba nada, que veía por sus ojos.
- Es una gran manipuladora y muy calculadora, le gusta el dinero y el poder.
Tras esta charla tomando un café en un velador tranquilo de los que no dan a las cristaleras, quedaron en tenerse al corriente la una a la otra y volverse a ver en quince días, allí otra vez.
Claudia, siempre fue muy discreta con el tema de su familia, nadie le preguntaba y ella no contaba nada. No vinieron a la boda, nunca vinieron en ninguna Navidad, ni al bautizo de Luis, ni a conocerlo, solamente y no siempre mandaban una postal para felicitar el Año Nuevo. Jamás llamaban a la casa, y en las facturas del teléfono de Claudia, no había llamadas a Francia, o a algún número que pudiera indicar que era de ellos. Tampoco hablaba de su pueblo natal, y no sabía nadie si continuaba teniendo familia en él. Claudia, la dócil, la suave, la advenediza, como la nombraba Inés, no tenía pasado, o tenia el pasado que ella había contado. Su posición social en la urbe era buena, pero no tan buena como ella quisiera, era muy alargada la sombra de Mercedes, la sombra de los Coleman, la sombra de los Cambreleng Coleman, de Marío y Rubén.
Más de cinco años llevaba casada con el juez Cambreleng, cinco años en los que ella ya sentia que habia tocado techo en su ascenso social, eran muchas las señoras de....., con las que ella no podía competir, ni en las asociaciones benéficas de la parroquia de San Marcial, ni en el colegio francés, "Sacré-Coeur", ni en el casino, ni en el club de golf. En nada podía ser la primera por mucho que lo intentara, hasta su cuñadita Monica, despues de la boda con el bobo de Rafael, estaba mejor posicionada en la escala social de la provinciana ciudad. Y ahora el protagonismo era todo suyo, con su embarazo y la venida al mundo de un  Montelongo-Arias y Cambreleng, el niñito que en breve nacería y que convertiría en más segundon a su Luis.
Inés y Rita, volvieron a quedar en la cafetería discreta de la otra vez, quedaron en esperarse dentro, la primera en llegar fue Inés, que ocupó la mesa más alejada de la cristalera. Allí las dos mujeres volvieron a intercambiar cuitas y averiguaciones. Rita le dijo que con mucha cautela porque Doña Claudia era muy suspicaz, había husmeado en sus cajones, en sus bolsos, intentando encontrar una tarjeta, un teléfono, una dirección de la que tirar, y que lo que había conseguido y traía anotado era una dirección de Zamora, y una caja de cerillas de un locutorio, en un barrio donde se supone que ella no tenía que ir, era en el Barrio Social del Cardenal Solórzano, un lugar habitado por la marginalidad de la ciudad. Inés le dijo a Rita que le diera el papel, y que tuviera mucho cuidado con las anotaciones, sobre todo le dijo:
- No tengas nada anotado por si acaso, estoy segura que es una mujer maliciosa, no me fio nada de ella y si te pilla, corres un gran peligro. Estoy segura que tiene algo muy turbio en su pasado.
Además añadió:
- Yo miraré lo de Zamora, en la casa de los Cambreleng tengo carta blanca en casi todo, y yo no despierto sospechas, a mi nadie me vigila, pero a ti si te puede controlar ella.
Tras terminar el café quedaron para la semana siguiente a la misma hora, no debían llamarse, y si lo hacían nunca desde las casas, nadie debía saber que se trataban y que estaban viendo, e investigando el pasado de la mujer de Ricardo Cambreleng.


Continuará

jueves, 21 de noviembre de 2019

Casilda y la vejez


Las personas que no son productivas quedan fuera del sistema, quedan relegadas, convertidas en estorbos. Pero lo que habría que preguntarse es ¿Qué es la productividad?
La sóla presencia de alguien genera cambios, y eso en sí, es productividad, porque introduce variables que con su ausencia no existirían. Los nuevos tiempo no sólo traen progreso, también traen involución, considerar a nuestros mayores estorbos, algo de una supina necedad, porque vivir es curtirse, es sabiduría, es recordarnos a donde vamos a llegar nosotros, recordarnos que nacemos dependientes y moriremos volviendo a depender.
La deshumanización de los nuevos tiempos preocupaba mucho a Casilda, ella veía como sus tres hijos habían volado del nido hace tiempo, habían formado sus propios nidos y ella se había quedado sola, en aquella casa, llena de bellos recuerdos, pero a la vez sin la vida de ningún niño corriendo por los pasillos, por el patio, jugando con los gatos, con los perros, jugando y aprendiendo de todo lo que ella les podía enseñar y contar.
Ya ni venían todos en Navidad, ahora sí venían se quedaban un solo día. Eran otros tiempos, eran unos malditos tiempos de prisa, tiempos sin calor, tiempos en los que ella se resistía a terminar en una residencia y abandonar para nunca más volver su casa, su perro, sus pájaros, su limonero y las hojas que esparcía el viento y ella tenía que barrer. Ella no era una inútil, no quería ser una inútil, quería que su vida siguiera teniendo sentido, con el sentido que te dan los recuerdo, objetos que han salido de tus manos, de tus decisiones, de tus deseos, de tus afectos.
Casilda, no sabía cómo abordar y solventar esta soledad, ese poder llegar a necesitar, depender, ser una carga. Toda su vida se había desvivido por sus hijos, había supeditado su felicidad a la de los demás, eso no quería decir que ella no hubiera sido feliz., las renuncias no necesariamente nos hacen infelices, la felicidad es contagiosa, y ver feliz a quien quieres te viste de felicidad. Estaba claro que quería vivir y convivir, quería ver felices a los suyos y ser feliz.
Casilda había inculcado estos valores en los suyos, había dado ejemplo con su conducta, había vivido su matrimonio como algo más amplio que dos. su casa siempre fue una casa abierta, en ella pasaron sus últimos años sus padres, su marido, su suegra después de morir su marido, su hermano mayor, la casa y ella sabían despedir, cuidar y exprimir al máximo el regalo que era disfrutar de alguien. Por eso no podía entender que su destino pudiera ser pasar sus últimos días sola, o tener que abandonar su casa por no poderse valer. En esta Navidad que se acercaba, quería abordar este asunto porque ella no soportaba ese horizonte tan desolador.
Ochenta años de vida y viviendo en el mismo sitio, y sin echar de menos nada, eso si echando mucho de menos a todos los que se habían ido. Sus hijos habían volado, porque allí no había futuro, o no estaba su futuro. Ahora el mundo es tan abierto y tan grande que en los pequeños pueblos donde cada vez quedan menos los jóvenes se asfixian. Sus niños volaron el día que se fueron a estudiar fuera, y conocieron a sus amigos de fuera, y venían al pueblo y salían con los que como ellos ya entonces proyectaban y soñaban con la vida fuera, y en la universidad conocieron a sus novias de fuera, y se casaron y empezaron a tener hijos fuera, en sus casas de la capital con sus trabajos en la capital. Y empezaron a repartirse en los momentos importantes como la Navidad, pasándolas un año sí y otro no con ella. Casilda nunca tuvo ese problema, su marido era de allí como ella, sus familias estaban allí, no había que dividirse, todos los días podían verse, besarse, desearse los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, todo era cercano, todo era pequeño, cuatro calles, cuatro pasos y estabas allí.
Ella sabía que ninguno de ellos iba a volver, no quería creerlo pero lo sabía. Sabía que sus hortensias morirían con ella, que su limonero se agostaría cuando ella se durmiera para no volver. Sabía que cerrarían la casa, que quizás la venderían, que en el mejor de los casos vendrían algún verano. Sabía que nadie cuidaría su descanso eterno, que no le llevarían flores, que ni misas dirían por ella, lo sabía y no lo quería creer. Qué pasaría con sus pájaros, con las migas de pan que ella les daba, con su perra, que sólo tenía cinco años, quien se haría cargo de ella. Al calor del brasero, aquel veintidós de noviembre mientras fuera llovía y acariciaba a Blasita, que estaba en su regazo dándole fiel compañia, no pudo reprimir ponerse a llorar, con un llanto de impotencia, de frío, de soledad.
Casilda, sentía que ahora si era un estorbo, un trasto viejo, que en las casas modernas de sus hijos no encajaba, sentía que el destino no le devolvía lo que ella tan gustosamente había sembrado. Pero aun así tenía fe en juntarse con los suyos en esa ya próxima Navidad y que si Dios quisiera. se obrara un milagro.
Carlos Tomás, su hijo mayor, llegó el veintitrés, con sus dos hijos, Carlos y Tomás, y con Matilde su mujer, este año venían a Nochebuena, pero no vendrían en Nochevieja, y  si volverían a aparecer para recoger los Reyes. Casilda gastaba muy poco, por lo que se podía permitir ser muy generosa, con sus hijos y nietos, en Reyes, y eso era un poderoso reclamo para que nunca faltaran y si lo hacían, la visita en los fines de semana siguientes estaba asegurada.
El veinticuatro por la tarde llegó Luis José, no vino con su mujer, se trajo a un amigo, un tal Ismael, un muchacho muy majete, justificó a Clara, diciendo que tenía asuntos que resolver, que ya nos contaría.
Jesús Enrique, no vendría, tenían que ir a casa de Marga, su padre estaba muy delicado y ante el miedo a que fuera la última Nochebuena con él, habían decidido ir allí, y según como lo vieran y si tenía ánimos, vendrían a comer el veinticinco.
El panorama dentro de lo que cabía pintaba halagüeño, porque en la comida de Navidad par que iban a estar todos, salvo Clara que no podía, por asuntos, venir.
Tomi, alboroto en seguida la casa nada más llegar, su perro corría tras los gatos, sus hijos tras de él. Matilde les daba voces, diciéndoles:
- ,Dejazlo, que los gatos son muy listos y se saben defender, que ya se subirán a un árbol o a una tapia.
 A todo esto, Blasa, ni se levantó del sillón, demasiado alboroto para la calma que ella disfrutaba todos los días.
Carlos y Tomás, estaban enormes, más altos que la última vez que los vio, eran dos hombrecitos,  Carlos, el más alto, tenía dieciséis y Tomás no tan alto, tenía dieciocho, que mayores, que formales, que bien los había educado Matilde. Y que guapos, Carlos con sus ojos verdes y Tomás con sus ojos color miel. Que orgullosa estaba de sus nietos, ahora sólo faltaba rezar y a ver si había suerte y estaban todos en la comida del veinticinco de diciembre.
Después de comer al día siguiente, el día veinticuatro, salieron a dar un paseo, ella quería que la vieran con sus nietos, con su hijo y con su nuera, que vieran la familia tan bonita que tenía, que vieran a Tomi, a su niño grande.
Del paseillo volvieron pronto, tenían que hacer la cena y estaba al caer la llegada de Pepe.
Y llegó Pepe y presentó a Ismael diciendo:
- Ismael, un amigo y compañero, con el que estoy planeando montar un negocio, ya os contaré.
Y añadió de seguido:
- Mamá, lo de Clara, ya te lo explicaré.
Ya estaban dos de sus hijos, se empezaba a obrar el milagro.
Pepe y Clara no tenían hijos, nunca explicaron porque, pero no los tenían.
Luis José, era el pequeño, el más soñador, el más artista, el más bohemio, había estudiado filosofía y daba clases en un instituto. Clara se dedicaba a lo mismo, así se conocieron y dadas sus muchas afinidades decidieron casarse y compartir viajes, amor y proyectos.
El bullicio en la cena fue como en las cenas de antes, todos hablando a la vez, los perros pedigüeñeando alrededor de la mesa, hasta Ismael estuvo integrado y risueño. Cantaron villancicos y Casilda de alegría lloró, e hizo llorar a Pepe, e incluso soltó alguna lágrima Ismael, al ver tanta emotiva complicidad.
Pepe, contó que Ismael era arquitecto, que trabajaba desde casa, que tambien era interiorista y que en alguna ocasión había acompañado a ferias de decoración y antigüedades.
Ismael, no hablo mucho, se veía que tenía una gran complicidad con Pepe, en determinados momentos parecía sonrojarse ante los cumplidos que le hacía Pepe al describirlo. Se notaba en él sinceridad y franqueza y que quería caer bien.
Llegó la hora del café y se trasladaron todos a los sillones, todos menos Pepe y su madre que retiraron algunas cosas de la mesa y fueron a la cocina a hacer el café. Fue allí y en ese momento apartado del resto, cuando le dijo a su madre:
- Me he separado de Clara, por eso no ha venido, llevábamos mucho tiempo mal, pero ahora todo está aclarado, está todo bien.
Casilda, lo miró comprensiva, y no dijo nada, no sabía que tenía que decir, pero al final mientras él se servía un licor y empezaba a salir el café, le dijo:
- ¿Pero tú eres feliz?
A lo que él contestó abrazándola:
- Ahora si, soy muy feliz.
Madre e hijo, salieron con la bandeja con las tazas y la cafetera, preguntando:
- ¿Quién quiere café?
- ¿Como lo quieres?
Pepe se sentó cerca de Ismael, que tenía en su regazo a Blasita, algo que sorprendió a Casilda que dijo:
- Blasa, pero que lista eres, me has cambiado por este chico tan joven y guapo, por el arquitecto, vaya, vaya, dónde está la fidelidad a tu ama.
Ismael, hizo el intento de llevarla al regazo de la madre de Pepe, a lo que Casilda, riéndose, le dijo:
- Pero que no, que estoy bromeando, ya habrá días que no os tenga a ninguno de vosotros y si quiere estar en el regazo de alguien, sólo podrá estar en el mio.
Y en ese punto se puso seria, algo que enmendó enseguida, por que no quería estropear aquella noche tan bonita.
El veinticinco por fin llegó, tras el desayuno, todos salieron a dar paseos, Tomi con Matilde, Carlos y Tomás se fueron con su perro, y Pepe e Ismael hizieron lo mismo pero por su cuenta.
Casilda se quedo en casa con Blasa, por si todo se confabulaba y aparecia Kike.
Y al final apareció, llegaron sobre las doce, se les veía cansados, pero estaban allí, Kike y Marga, y sus tres hijos, Adriana, Raquel y Jeremías. La dicha era completa, estaban todos, todos menos Clara, pero Clara ahora ya no era de la familia, con lo cual estaban todos. Que más se podía pedir.
Evidentemente las comidas no se hacen solas, la estaba haciendo Socorro, la de siempre, la que venía tres veces en semana a darle una vuelta a la casa. Socorro era de confianza, era como de casa, era la que controlaba que todo estuviera bien en las largas ausencias de los tres hijos de Casilda.
Olvidaba deciros que Kike y Marga, también tenían perro, un labrador chocolate. El único que no tenía perro era Pepe y era porque no le gustaban a Clara.
En la comida eran doce, mucha más algabia, feliz algarabía, doce y tres perros, tres pedigüeños perros.
Casilda no podía concebir más felicidad, o ¿Quizás si?
Bebieron vino y brindaron por las veces que quedaban por venir, por la suerte que tenían de tenerse, por dejar atrás lo malo, por la familia..... hasta que se levantó Pepe y puesto en pie les dijo:
- Me gustaria deciros algo, decíroslo ahora que estais todos, que estamos todos.
Tomo aire, dio un sorbo de su copa, miró a su madre y miró a Ismael y continuó:
- Mi vida a dado un giro enorme, no es ni por asomo la que hasta ahora he llevado, se han producido muchos cambios y más que quiero que tengan lugar.
- Voy a dejar mi trabajo, me he separado de Clara, y tengo una nueva ilusión, un nuevo amor, un nuevo proyecto de vida.
Todos le miraban con mucha atención, en silencio, con expectación.
Y siguió.
- Mi amor es Ismael.
Y se fue hacia él y lo besó.
Todos reaccionaron perplejos, pero sin acritud, porque era su felicidad y el era el que la tenía que escribir.
Ismael se ruborizó y agachó la cabeza, mientras daba un sorbo de vino.
Y fue entonces cuando se obró el milagro, cuando dijo Pepe:
- Mamá, quiero venirme a vivir aquí, contigo.
- Los dos nos vendríamos a vivir aquí.
- Queremos montar una casa rural y quedarnos a vivir aquí.


La Heliogábala


Era muy difícil resultar prudente, cuando nuestro norte es el exceso. Cuando nuestra voracidad nos domina. Asfixiados por una lluvia de pétalos, que no son un gesto de amor, sino la desmedida aversión hacia quien nos supera en autocontrol, pantagruélicas cenas para calmar nuestra amoralidad.
El ringurrango esconde taras, los excesos carencias.
Heliogábala, la llamaban en los círculos del vicio, tragona, insaciable mondonga.
No era un sino fácil, ser blanco de miradas, sentir como el punzante dardo del dolor, al leer los labios de los que discretamente y en voz muy baja te llamaban vaca, bufona, tragaldabas, puta gorda, gorda puta.
Claro que lo malo no era ser un odre, un vulgar y henchido odre, lo malo era el apetito voraz que la forzaba a mamar lo inmamable, a clavar en sus deformes carnes cualquier verga, sentir un enorme come come en la gruta, que nunca se saciaba y siempre pedía más, pedía guerra.
Ninfomana, oronda, vulgar, zafia, así era Marata, María Teresa, La Heliogábala.
A mil tratamientos se había sometido, en mil manos se había puesto, a mil remedios se había encomendado. Y ninguno eficaz, todos conseguían una distracción momentánea del apetito único y dominante, del ansia por follar, por chupar, lamer, por frotar, tocar, asir, por menear, comer pollas, muchas pollas, grandes, enormes pollas.
Era un duro complejo, era duro estar tan acomplejada y sacar fuerza de aquel cuerpo fuerte, para hambrear por los bares del vicio, para buscar borrachos, degenerados, desesperados, grupos enteros que por curiosidad y perversión querían tirarse a aquella deformidad. Cuando hay hambre, no hay pan duro, y ella era correoso pan, pan mohoso, que siempre a altas horas de la noche, en los cuartos oscuros, en las callejuelas de la amoralidad, alguien quería comer, probar.
Marata, era un plato recio y urgente, era comida para hambre asentada. Era, aquí te pillo y aquí te mato y si te he visto no me acuerdo. Era episodio digno de olvidar, era pensar que las prisas no son buenas y que un salido se tira a cualquier cosa. Cualquier cosa era, porque nunca, casi nunca querían repetir, querían charlar con ella. Salvo los degenerados, que encontraban placer en sus sórdidos relatos, en sus húmedos relatos, donde tres vergas enormes se disputaban su boca,  donde tres hombre se besaban entre ellos, mientras ella les comía las vergas. La verdad. es que no era nada raro que se prefirieran besar entre ellos, antes que besarla, incluso terminaban prefiriendo comerse las pollas unos a otros, antes que ella se las siguiera comiendo. La verdad, es que su papel en estos juegos se tenía que reinventar cada día, ante la competencia que le terminaba surgiendo.

Quien recibe a veces no lo entiende


Quien regala bien vende y quien recibe a veces no lo entiende.
Dolores casó de forma modesta, de modo acorde a su mediana posición, se casó con Ángel Vetete, el hijo de La Veteta, una payenca  muy pariora, quince hijos tuvo, de los que le vivieron trece, y Ángel era el último. Casó con él. porque todo sea dicho, eran muy trabajadores y listos los hijos de Modesta, como lo era ella, no así el crápula de su marido, que sólo sabía preñarla. Remigio Ledesma, tenía un pequeño capitalito y cuando murió su madre y heredó, se trajo a la payenca para que le sirviera, y vaya que le sirvió, cinco hijos tuvo ella antes de que se decidiera a casarse, decisión que tomó porque el capitalito menguaba y era ella la que llevaba  las riendas de todo y además no eran pocas las presiones que ejercía don Honesto, el cura de Fuenroya, que consideraba muy indecente toda la situación. Y llegaron diez hijos más, dos muertos, unos mellizos que venían mal colocados y Margarita, la matrona, no pudo salvar.
Ángel Ledesma, trabajó mucho y en muy variadas cosas desde muy pequeñito, como todos en aquella casa, salvo el golfo de Remigio. Fue monaguillo, por la pequeña propina del domingo, pero monaguillo de ayudar a Don Honesto todos los días, sacrificio que el compensaba a su madre tambien, pues siempre la vio como una feligresa abnegada y buena. Trabajo haciendo recados en el colmado de Zapatones, estuvo llevándole las cuentas a varios ricos del pueblo, y eso lo hacía desde bien chico, porque la verdad es que listo era un rato largo. Y por último cuando debería haber hecho la mili, de la que se libró porque tenía una cojera debida a la polio, recaló en la fábrica de harina, donde se quedó como contable.
Dolores siempre se había fijado en él , no era un muchacho al uso, era calladito y diligente, no era fanfarrón, no tenía ninguno de los vicios de su padre y salvo la cojera que le forzaba a llevar bastón, era un muchacho bien plantado, de hecho el bastón le daba un aire elegante, que Dolores, siempre supo apreciar.
El caso es que casaron, con el beneplácito de la madre, porque Remigio, ya había muerto por entonces. Les casó Don Honesto, un sábado por la tarde, ella vestida de negro, con el velo de ir a misa, de su madre, que era de un encaje muy fino, y él con un traje gris que tenía para los domingos, un traje que había comprado cuando le contrataron en la fábrica. No fue mucha gente a la boda, los hermanos de Ángel que estaban fuera no vinieron, su madre fue su madrina y a Dolores la llevó al altar su hermano. El convite fue en el patio de la casa de los Ledesma, debajo de la higuera y el limonero, unos dulces y una viandas que pagó el hermano de Dolores. Aquella noche la pasaron en la que sería su casa, la casa de Dolores, la casa de sus padres, que desde que murieron por ser la soltera era suya, su hermano no vivía en el pueblo y no le importó que la soltera se la quedará, dicho sea de paso, Serafín, no veía con malos ojos esta boda, Ángel era muy tranquilo y presumía el temperamento del muchacho, que no le iba a dar mala vida a su hermana.
La casa de Dolores era más modesta, más pequeña, pero estaba en la plaza, lo peor eran las tres plantas y que Ángel tendría que subir y bajar muchas escaleras.
Tres meses llevaban casados cuando comenzó se proclamó la República, tres meses y doce días cuando los disturbios llegaron al pueblo, tres meses y doce días lo que a Dolores le duró la dicha.
Nunca lo pudo entender, nunca le entró en la cabeza, que los que jugaron con él, que los golfos a los que él ayudaba a hacer los deberes, que los amigos con los que compartía los caramelos que le daban de propina en el colmado, le segaran la vida, que se la segaran por trabajar para un rico, para Don Urbano Bonilla, el dueño de la fábrica de harina, por haber sido monaguillo de Don Honesto, por tener fe e ir a misa, nunca pudo entender aquel odio cainita contra alguien que nada malo hizo, salvo trabajar. quererla a ella y a su madre e ir los domingos a misa.
En el huerto del convento lo colgaron, y a su lado colgaron tambien a Don Honesto y al hijo grande de los Bonilla. Fueron los Bonilla los que los descolgaron a los tres y los llevaron a la casa parroquial para limpiarles los salivazos, para adecentarlos y amortajarlos. No la dejaron verlo, no querían que viera Dolores, la mueca de sufrimiento de su Ángel. Le pusieron el traje gris de su boda y cerraron la tapa, e idéntico proceder tuvieron con los otros,  y a los tres los velaron en grande la sala de la casa del cura, y sin misa, los enterraron por la mañana.
Esta tragedia, unió inexorablemente a la viuda de Ángel Ledesma y a la madre de Jesús Bonilla, aunque sumidas en el dolor, se apoyaron y animaron en ese primer y terrorífico año de luto. Don Urbano, no escatimo nada hacia la viuda, sintiendo que compensaba, paliando su dolor, su propia pérdida. Le asignó una renta holgada para que nada necesitara y viviera sin estrecheces y a partir de ese momento fue habitual ver a las dos señoras haciéndose compañía y acudiendo a misa juntas.
Fue muy reconfortante para Dolores, sentir a los Bonilla a su lado, sobre todo porque a la muerte de Ángel, le siguió conocer que ella estaba en cinta, y que por la locura del dolor a los cinco meses se frustró su embarazo, algo que en cuestión de desgracias, no paró ahí, pues quince días más tarde del aborto, mientras la atendía en casa, un infarto fulminante acabó con la payenca, con Modesta Veteta, y fue entonces cuando quedo totalmente sola, porque ninguno de los Ledesma vivía ya en el pueblo, y su hermano estaba claro que ya nunca iba a volver. Estas nuevas tragedias afianzaron aun más el vinculo con los harineros, con los pudientes de la villa.
En las tardes de rosario y pastas en la casa del barrio alto de los Bonilla, se empezó a gestar el cobro de la afrenta, como hacer pagar a los malhechores, a esos que se los encontraban por la calle y que ni habían pedido perdón, ni agachaban la cabeza. Ahora que se había recobrado la calma tras el alzamiento, era el momento de planear la venganza.
No debía saberlo nadie, todo debía estar hecho con mucho sigilo, con calma y sin dejar rastro para que aunque creyeran saber, nunca pudieran probar nada.
Don Urbano, Doña Águeda, Dolores y Virgilio, el pequeño de los Bonilla, planearon cobrarse sin despertar sospechas el ultraje a Ángel, a Don honesto y a Jesús.
Aquellas reuniones eran vistas con naturalidad, por lo que no despertaban recelos, y había pasado más de un año desde la tragedia, con lo cual todos los baladrones estaban confiados y ni pensaban que dos viejos y una viuda les pudieran cobrar la cuenta.
Estaba casi todo pergeñado y se aproximaba la fecha. Todos los asesinos eran del pueblos, amigos de Ángel y amigos y quintos de Jesús, eran del circulo del ateo de Lino, del instigador anarquista, de las familias envidiosas, hijos de obreros resentidos.
Mil veces habían desfilado por sus sueños, las caras de los trece ruines, de los trece que ahorcaron  y torturaron por los mismos celos que sintió Caín, a los dos muchachos que estaban empezando a vivir.
No era muy cristiano lo que iba a hacer, pero la justicia divina no es la de los hombres y ellos los dolientes Bonilla y la viuda de Ledesma, no podían esperar a ver el cobro en el más allá, querían hacer justicia ahora.
Ellos sabían muy bien los hábitos de Lino, sabían de su fanfarronería y era fácil con esos espartos trenzar la soga que los ahogaria.
Del primero al último de los trece , eran unos mediocres, eran unos crecidos con los aires revolucionarios, que pensaron que se iba a dar la vuelta la tortilla y ellos pasarán a estar arriba. Y estaban la verdad sea dicha, en el mismo sitio, seguían hambreando fortuna y seguían siendo unos pobres de solemnidad. Lo que sí habían conseguido es un mal nombre, y que determinados terratenientes y comerciantes de la comarca, a petición de Don Urbano, no les dieran trabajo ni a ellos, ni a sus familias, y eso hacía que estuvieran caninos, sin blanca en los bolsillos y mendigando una ronda, un vulgar chato de vino.
Se aproximaban las fiestas de San Lino de Volterra, que eran las fiestas del pueblo, el 23 de septiembre empezaban, dos días, con sus procesiones y verbenas.
Los fanfarrones que mataron a Don Honesto, ahora sí iban a la Iglesia, iban sólo esos días, porque si sacaban al Santo los convidaban y pasaban gratis las fiestas. Además era el Santo del Judas de Lino, de Lino el anarquista, el comunista que había podrido el seso a los trece tontos, que segaron la vida de tres inocentes.
En San lino el chico, como se llamaba al segundo día de fiesta, quedaban los de casa, la procesión era menos concurrida y en los jolgorios y convites estaban los que estaban y sobre todo estarían los que al plan interesaban.
Estos días en los que empieza el otoño, son días revueltos, lo mismo hace sol que llueve, pero no llovió, y el sol hizo que los trece y su líder salieran a buscar diversión a florearse en la plaza, a cargar con el patrón y a disfrutar de las dádivas del mayordomo de ese día.
Los Bonilla y la viuda, se ausentaron como en las anteriores fiestas, unos días antes se marcharon a una dehesa que tenían en Ciudad Grande, a La Tortosilla, lejos nadie los podía relacionar con nada, si alguien pensaba relacionarlos.
 Esa mañana en la sacristía el nuevo cura, el que sustituyó a Don Honesto, les dijo a los zagalones del Lino, aqui teneis lo que me ha mandado por correo el mayordomo de este dia, cuando termine la procesión os lo lleváis, tres arrobas de vino bueno, un jamón y tres quesos. Así que ya podéis sacar el Santo bien.
Todos sonrieron y preguntaron a coro:
- Y ¿Quién es el generoso?
A lo que contestó el curita:
- Es un devoto, que vive en la capital, me lo ha comunicado por carta hace un mes, que quería ser el mayordomo de San Lino el chico. Que era una promesa, por una gracia concedida. Y anteayer me llegaron los bultos que veis aquí, y el dinero para pagar la misa y todo, que ya lo he puesto yo a buen recaudo.
Miro al cielo, o más bien al techo de la sacristía y añadió:
- Menos mal que aun queda gente buena.
Los trece, salieron de la sacristía, diciéndole a Judas:
- Hoy sí que vamos a celebrar bien tu Santo, no como ayer, que con dos chatos y una lasca de queso nos despacho Saturio el portugués.
El primero en sentir malestares fue el cura, contra todo pronóstico, porque nada de lo enviado por el mayordomo era para él. Pero la avaricia rompe el saco y el curita, se quedó una arroba de vino, seis chorizos y un queso. Y esa avaricia poco cristiana, se la jugó.
El joven Anselmo, se llevó a casa su perdición. A los dos días de haber empezado a tomarse una que otra copita de vino, o a comer el queso y las viandas, comenzó a notar dolores abdominales, revoltura, dolor de cabeza, y así hasta ir empeorando cada vez más. Él fue el primero porque, él disfruto del botin el día antes de San Lino el grande, el 22 de septiembre, con lo cual su malestar se mostró el 25, y de ahí a su triste obito mediaron cinco días.
Los fanfarrones, fueron cayendo igual, uno tras otro, se fueron cagando vivos y poniéndose amarillos fueron echando la bilis, sin que ni el médico, ni el boticario tuvieran claro a qué se debía el malestar de todos ellos, salvo que se juergueaban juntos y eso algo tendría que ver.
- En quince días todos estan muertos.
Dijo el boticario, dando a entender que nada se podía hacer.
El cura, fue un daño colateral, que incluso vino bien, porque eliminaba la posibilidad de rastrear el origen del mayordomo y hacía imposible que pudiera declarar nada, pues había estirado la pata como los demás. Hubo muchos rumores en el pueblo, se investigó y  se supo que eran los vinos, el jamón, los chorizos y los quesos y que no podía ser casualidad que todos los muertos fueran anarquistas, y que el Lino estuviera entre ellos, pero no se pudo dar con el mayordomo misterioso, que mandó las viandas de la capital.