viernes, 3 de julio de 2020

Nica Salces


Todos edulcoramos el infierno de nuestro pasado, la hediondez de los días que nos vieron nacer, la falta de recursos de nuestra casa, la estrechez de miras de nuestros progenitores, su cortedad mental, su vulgar vicio por lo vulgar, sus nulas aspiraciones por salir del pozo de infecta amoralidad donde nos concibieron, donde nos gestaron, en el que nos arrearon las primeras ostias, los primeros e indelebles correazos.
No lo contamos todo, no contamos casi nada, casi todo lo anegamos en el extraño almíbar de la insana pulsión de idealizar a la ralea de la que procedes, y exculpar y borrar sus atroces delitos, el atroz delito de que no te legaron nada, salvo una invisible roña que no se esfuma ni con los más caros perfumes. Y si le dejaron algo a Nica, era el empeño obsesivo por borrar el rastro del cordón umbilical, que la unía y ataba a su zarrapastrosa casa.
Habían pasado muchos años desde que se floreo por última vez en el pueblo Nicasia. Nica, como se hacía llamar ahora, como la llamaba la prensa, como aparecía en el Hola. Nica Salces, había corrido un tupido velo sobre sus orígenes, había elidido todo sobre sus primeros e imborrables días en Cabesto. Había sepultado el infierno que fue nacer sarasa, en su pueblo y en su casta.

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