jueves, 21 de noviembre de 2019

Casilda y la vejez


Las personas que no son productivas quedan fuera del sistema, quedan relegadas, convertidas en estorbos. Pero lo que habría que preguntarse es ¿Qué es la productividad?
La sóla presencia de alguien genera cambios, y eso en sí, es productividad, porque introduce variables que con su ausencia no existirían. Los nuevos tiempo no sólo traen progreso, también traen involución, considerar a nuestros mayores estorbos, algo de una supina necedad, porque vivir es curtirse, es sabiduría, es recordarnos a donde vamos a llegar nosotros, recordarnos que nacemos dependientes y moriremos volviendo a depender.
La deshumanización de los nuevos tiempos preocupaba mucho a Casilda, ella veía como sus tres hijos habían volado del nido hace tiempo, habían formado sus propios nidos y ella se había quedado sola, en aquella casa, llena de bellos recuerdos, pero a la vez sin la vida de ningún niño corriendo por los pasillos, por el patio, jugando con los gatos, con los perros, jugando y aprendiendo de todo lo que ella les podía enseñar y contar.
Ya ni venían todos en Navidad, ahora sí venían se quedaban un solo día. Eran otros tiempos, eran unos malditos tiempos de prisa, tiempos sin calor, tiempos en los que ella se resistía a terminar en una residencia y abandonar para nunca más volver su casa, su perro, sus pájaros, su limonero y las hojas que esparcía el viento y ella tenía que barrer. Ella no era una inútil, no quería ser una inútil, quería que su vida siguiera teniendo sentido, con el sentido que te dan los recuerdo, objetos que han salido de tus manos, de tus decisiones, de tus deseos, de tus afectos.
Casilda, no sabía cómo abordar y solventar esta soledad, ese poder llegar a necesitar, depender, ser una carga. Toda su vida se había desvivido por sus hijos, había supeditado su felicidad a la de los demás, eso no quería decir que ella no hubiera sido feliz., las renuncias no necesariamente nos hacen infelices, la felicidad es contagiosa, y ver feliz a quien quieres te viste de felicidad. Estaba claro que quería vivir y convivir, quería ver felices a los suyos y ser feliz.
Casilda había inculcado estos valores en los suyos, había dado ejemplo con su conducta, había vivido su matrimonio como algo más amplio que dos. su casa siempre fue una casa abierta, en ella pasaron sus últimos años sus padres, su marido, su suegra después de morir su marido, su hermano mayor, la casa y ella sabían despedir, cuidar y exprimir al máximo el regalo que era disfrutar de alguien. Por eso no podía entender que su destino pudiera ser pasar sus últimos días sola, o tener que abandonar su casa por no poderse valer. En esta Navidad que se acercaba, quería abordar este asunto porque ella no soportaba ese horizonte tan desolador.
Ochenta años de vida y viviendo en el mismo sitio, y sin echar de menos nada, eso si echando mucho de menos a todos los que se habían ido. Sus hijos habían volado, porque allí no había futuro, o no estaba su futuro. Ahora el mundo es tan abierto y tan grande que en los pequeños pueblos donde cada vez quedan menos los jóvenes se asfixian. Sus niños volaron el día que se fueron a estudiar fuera, y conocieron a sus amigos de fuera, y venían al pueblo y salían con los que como ellos ya entonces proyectaban y soñaban con la vida fuera, y en la universidad conocieron a sus novias de fuera, y se casaron y empezaron a tener hijos fuera, en sus casas de la capital con sus trabajos en la capital. Y empezaron a repartirse en los momentos importantes como la Navidad, pasándolas un año sí y otro no con ella. Casilda nunca tuvo ese problema, su marido era de allí como ella, sus familias estaban allí, no había que dividirse, todos los días podían verse, besarse, desearse los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, todo era cercano, todo era pequeño, cuatro calles, cuatro pasos y estabas allí.
Ella sabía que ninguno de ellos iba a volver, no quería creerlo pero lo sabía. Sabía que sus hortensias morirían con ella, que su limonero se agostaría cuando ella se durmiera para no volver. Sabía que cerrarían la casa, que quizás la venderían, que en el mejor de los casos vendrían algún verano. Sabía que nadie cuidaría su descanso eterno, que no le llevarían flores, que ni misas dirían por ella, lo sabía y no lo quería creer. Qué pasaría con sus pájaros, con las migas de pan que ella les daba, con su perra, que sólo tenía cinco años, quien se haría cargo de ella. Al calor del brasero, aquel veintidós de noviembre mientras fuera llovía y acariciaba a Blasita, que estaba en su regazo dándole fiel compañia, no pudo reprimir ponerse a llorar, con un llanto de impotencia, de frío, de soledad.
Casilda, sentía que ahora si era un estorbo, un trasto viejo, que en las casas modernas de sus hijos no encajaba, sentía que el destino no le devolvía lo que ella tan gustosamente había sembrado. Pero aun así tenía fe en juntarse con los suyos en esa ya próxima Navidad y que si Dios quisiera. se obrara un milagro.
Carlos Tomás, su hijo mayor, llegó el veintitrés, con sus dos hijos, Carlos y Tomás, y con Matilde su mujer, este año venían a Nochebuena, pero no vendrían en Nochevieja, y  si volverían a aparecer para recoger los Reyes. Casilda gastaba muy poco, por lo que se podía permitir ser muy generosa, con sus hijos y nietos, en Reyes, y eso era un poderoso reclamo para que nunca faltaran y si lo hacían, la visita en los fines de semana siguientes estaba asegurada.
El veinticuatro por la tarde llegó Luis José, no vino con su mujer, se trajo a un amigo, un tal Ismael, un muchacho muy majete, justificó a Clara, diciendo que tenía asuntos que resolver, que ya nos contaría.
Jesús Enrique, no vendría, tenían que ir a casa de Marga, su padre estaba muy delicado y ante el miedo a que fuera la última Nochebuena con él, habían decidido ir allí, y según como lo vieran y si tenía ánimos, vendrían a comer el veinticinco.
El panorama dentro de lo que cabía pintaba halagüeño, porque en la comida de Navidad par que iban a estar todos, salvo Clara que no podía, por asuntos, venir.
Tomi, alboroto en seguida la casa nada más llegar, su perro corría tras los gatos, sus hijos tras de él. Matilde les daba voces, diciéndoles:
- ,Dejazlo, que los gatos son muy listos y se saben defender, que ya se subirán a un árbol o a una tapia.
 A todo esto, Blasa, ni se levantó del sillón, demasiado alboroto para la calma que ella disfrutaba todos los días.
Carlos y Tomás, estaban enormes, más altos que la última vez que los vio, eran dos hombrecitos,  Carlos, el más alto, tenía dieciséis y Tomás no tan alto, tenía dieciocho, que mayores, que formales, que bien los había educado Matilde. Y que guapos, Carlos con sus ojos verdes y Tomás con sus ojos color miel. Que orgullosa estaba de sus nietos, ahora sólo faltaba rezar y a ver si había suerte y estaban todos en la comida del veinticinco de diciembre.
Después de comer al día siguiente, el día veinticuatro, salieron a dar un paseo, ella quería que la vieran con sus nietos, con su hijo y con su nuera, que vieran la familia tan bonita que tenía, que vieran a Tomi, a su niño grande.
Del paseillo volvieron pronto, tenían que hacer la cena y estaba al caer la llegada de Pepe.
Y llegó Pepe y presentó a Ismael diciendo:
- Ismael, un amigo y compañero, con el que estoy planeando montar un negocio, ya os contaré.
Y añadió de seguido:
- Mamá, lo de Clara, ya te lo explicaré.
Ya estaban dos de sus hijos, se empezaba a obrar el milagro.
Pepe y Clara no tenían hijos, nunca explicaron porque, pero no los tenían.
Luis José, era el pequeño, el más soñador, el más artista, el más bohemio, había estudiado filosofía y daba clases en un instituto. Clara se dedicaba a lo mismo, así se conocieron y dadas sus muchas afinidades decidieron casarse y compartir viajes, amor y proyectos.
El bullicio en la cena fue como en las cenas de antes, todos hablando a la vez, los perros pedigüeñeando alrededor de la mesa, hasta Ismael estuvo integrado y risueño. Cantaron villancicos y Casilda de alegría lloró, e hizo llorar a Pepe, e incluso soltó alguna lágrima Ismael, al ver tanta emotiva complicidad.
Pepe, contó que Ismael era arquitecto, que trabajaba desde casa, que tambien era interiorista y que en alguna ocasión había acompañado a ferias de decoración y antigüedades.
Ismael, no hablo mucho, se veía que tenía una gran complicidad con Pepe, en determinados momentos parecía sonrojarse ante los cumplidos que le hacía Pepe al describirlo. Se notaba en él sinceridad y franqueza y que quería caer bien.
Llegó la hora del café y se trasladaron todos a los sillones, todos menos Pepe y su madre que retiraron algunas cosas de la mesa y fueron a la cocina a hacer el café. Fue allí y en ese momento apartado del resto, cuando le dijo a su madre:
- Me he separado de Clara, por eso no ha venido, llevábamos mucho tiempo mal, pero ahora todo está aclarado, está todo bien.
Casilda, lo miró comprensiva, y no dijo nada, no sabía que tenía que decir, pero al final mientras él se servía un licor y empezaba a salir el café, le dijo:
- ¿Pero tú eres feliz?
A lo que él contestó abrazándola:
- Ahora si, soy muy feliz.
Madre e hijo, salieron con la bandeja con las tazas y la cafetera, preguntando:
- ¿Quién quiere café?
- ¿Como lo quieres?
Pepe se sentó cerca de Ismael, que tenía en su regazo a Blasita, algo que sorprendió a Casilda que dijo:
- Blasa, pero que lista eres, me has cambiado por este chico tan joven y guapo, por el arquitecto, vaya, vaya, dónde está la fidelidad a tu ama.
Ismael, hizo el intento de llevarla al regazo de la madre de Pepe, a lo que Casilda, riéndose, le dijo:
- Pero que no, que estoy bromeando, ya habrá días que no os tenga a ninguno de vosotros y si quiere estar en el regazo de alguien, sólo podrá estar en el mio.
Y en ese punto se puso seria, algo que enmendó enseguida, por que no quería estropear aquella noche tan bonita.
El veinticinco por fin llegó, tras el desayuno, todos salieron a dar paseos, Tomi con Matilde, Carlos y Tomás se fueron con su perro, y Pepe e Ismael hizieron lo mismo pero por su cuenta.
Casilda se quedo en casa con Blasa, por si todo se confabulaba y aparecia Kike.
Y al final apareció, llegaron sobre las doce, se les veía cansados, pero estaban allí, Kike y Marga, y sus tres hijos, Adriana, Raquel y Jeremías. La dicha era completa, estaban todos, todos menos Clara, pero Clara ahora ya no era de la familia, con lo cual estaban todos. Que más se podía pedir.
Evidentemente las comidas no se hacen solas, la estaba haciendo Socorro, la de siempre, la que venía tres veces en semana a darle una vuelta a la casa. Socorro era de confianza, era como de casa, era la que controlaba que todo estuviera bien en las largas ausencias de los tres hijos de Casilda.
Olvidaba deciros que Kike y Marga, también tenían perro, un labrador chocolate. El único que no tenía perro era Pepe y era porque no le gustaban a Clara.
En la comida eran doce, mucha más algabia, feliz algarabía, doce y tres perros, tres pedigüeños perros.
Casilda no podía concebir más felicidad, o ¿Quizás si?
Bebieron vino y brindaron por las veces que quedaban por venir, por la suerte que tenían de tenerse, por dejar atrás lo malo, por la familia..... hasta que se levantó Pepe y puesto en pie les dijo:
- Me gustaria deciros algo, decíroslo ahora que estais todos, que estamos todos.
Tomo aire, dio un sorbo de su copa, miró a su madre y miró a Ismael y continuó:
- Mi vida a dado un giro enorme, no es ni por asomo la que hasta ahora he llevado, se han producido muchos cambios y más que quiero que tengan lugar.
- Voy a dejar mi trabajo, me he separado de Clara, y tengo una nueva ilusión, un nuevo amor, un nuevo proyecto de vida.
Todos le miraban con mucha atención, en silencio, con expectación.
Y siguió.
- Mi amor es Ismael.
Y se fue hacia él y lo besó.
Todos reaccionaron perplejos, pero sin acritud, porque era su felicidad y el era el que la tenía que escribir.
Ismael se ruborizó y agachó la cabeza, mientras daba un sorbo de vino.
Y fue entonces cuando se obró el milagro, cuando dijo Pepe:
- Mamá, quiero venirme a vivir aquí, contigo.
- Los dos nos vendríamos a vivir aquí.
- Queremos montar una casa rural y quedarnos a vivir aquí.


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