martes, 19 de noviembre de 2019
El féretro lleno de sal
El féretro estaba en la bodega que había bajo el zaguán, cerrado y lleno de sal, para que no se descompusiera, como una salazón, esperando que Don Melquíades se dignara a oficiar su entierro.
Visi y Valitu, no entendían la cabezonería del cura, su cerrazón a darle sepultura con oficio de misa y responso.
Tres hectáreas tenía el jardín de la casa, que ocupaba una manzana entre las calles Onteniente y Meridiano y las plazas de Reconquista y de San Rafael, la plaza de delante del atrio de la Iglesia del mismo nombre. Vivían las dos ancianas en el mismo centro, a unos pasos del poder de Dios y a unos pasos del poder de los hombre, del Ayuntamiento de la Villa de Berruguete.
En el centro del ahora descuidado jardín de las enormes araucarias, estaba el palacete decimonónico de las Maquedas, como llamaban a las dos apergaminadas nonagenarias.
Por supuesto la puerta principal estaba enfrentada a la plaza del poder de Dios, la trasera a la del poder de los hombre y en las calles Onteniente y Meridiano, simplemente no había puertas, sólo altas tapias.
Visi y Valitu, no necesitaban ponerse de luto, llevaban de luto casi cincuenta años, desde que murió su padre Don Ismael Maqueda, Jurisconsulto y Alcalde Perpetuo de la Villa. Desde su muerte no se abría la puerta de la Plaza de la Reconquista, puerta devorada por las madreselvas y los jazmines rantonetti que trepaban tambien por las tapias. Las dos vivían protegidas en ese búnker de bella maleza, vivían acompañadas por la octogenaria de la Genara, la criada eterna, que se había enclaustrado tambien con ellas en aquel cenobio de paz, sólo perturbada por la algarabía de los pájaros y los ladridos de Pirraca y de Furriña, las dos teckel de las dos viejas.
Visitación Enriqueta Crescencia y Valentina América Policarpa, vivían como antes, como muy antes, como antes de las tres guerras. Vivían como cuando su madre, Doña Máxima Salavarrieta, murió, el progreso no había entrado en aquella casa, Todo estaba igual pero más viejo, las concesiones a la modernidad habían sido mínimas, una nevera de gas, como la cocina de tres fuegos, y un motor de gasoil para sacar agua del pozo una vez a la semana y llenar el depósito que suministraba de agua la cocina y el único baño que ellas tres utilizaban actualmente. De la casa ya solamente habitaban la planta baja, de tal modo que del gran zaguán, se pasaba al salón, del salón al despacho, que era donde ellas habían retirado la mesa y los sillones y habían instalado en ese espacio dos camastros y cegando un ventanal, un armario, y allí dormían ellas y las dos fierecillas de la casa. Del despacho se pasaba al comedor de diario y del comedor a la cocina y de la cocina al baño y al cuarto de Genara. Y claro está de la cocina se podía salir al zaguán y tambien al patrio.
La cocina era soleada y amplia, y casi todo el tiempo estaban en ella, todos, las perras y las tres viejas y con frecuencia los independientes gatos que venían a pedigüeñear. Allí tenían una mesa camilla y allí pasaban los días y las horas, mirando el fuego de la chimenea en invierno y viendo pasar las estaciones a través de los ventanales en el patio.
Era un cenobio la casa de Visi, Valitu y Genara. Un cenobio visitado tres días a la semana por Don Melquiades, el párroco de San Rafael. Él, tenía llaves y abriendo la puerta de la plaza de Dios, se encaminaba por el recto camino de adoquines negros y blancos a ver a las tres vetustas y enclaustradas mujeres, a verlas y a controlarlas, porque no tenían herederos y todo apuntaba a que se lo dejarían todo a la Iglesia. Esa era una poderosa razón para seguirles la corriente, para no contrariarlas, para ceder a aquel entierro. Ceder pero sin ruido y notoriedad.
Normalmente Melquíades se acercaba sobre las cinco de la tarde, antes de la misa de las seis, pero ese martes se presentó por la mañana, después de la misa de las nueve, y además se presentó con el ánimo de comer con ellas y zanjar el tema del entierro de una santa vez.
Cuando llegó estaban todas en la cocina, también las perras, Pirraca y Furriña, que ni ladraron, porque le conocían, le saludaron un poco, pero al ver que el cura, no les hacía ninguna zalamería se fueron al jergón que tenían frente a la chimenea.
- ¿Qué tal están Doña Visi, Doña Valitu? Y ¿Cómo está usted Genara?
Todas contestaron al unísono.
- Pues no lo ve, no muy bien, somos viejas y estamos ya llenas de achaques.
Melquiades les contestó.
- Siempre hay quien está peor que nosotros, piensen eso, que creo les servirá de consuelo.
Y rehuyendo los prolegómenos, acercó una silla a la mesa y se sentó con ellas tres, diciéndoles.
- Buenos Doña Valentina, hablemos del entierro.
A lo que Valitu, respondió.
- Eso, hablemos y solventemos ya de una vez este asunto, y saquemos ya de una vez el féretro del sótano y llevemoslo donde tiene que estar en nuestro panteón, en el Campo Santo.
Respondió entonces el cura.
- Estoy dispuesto a oficiar ese entierro, pero será a las siete de la mañana, a primera hora, soy consciente que son ya varios meses los que llevamos sin cerrar, y enterrar este asunto, y estamos empezando la primavera y no quiero que esto esté sin resolver cuando llegue el calor y el verano.
Entonces tomó la palabras Visi.
-¿Pero hay misa o no?
A lo que respondió el cura.
- Hay misa, ustedes ganan. Habrá misa, pero a las siete de la mañana. Ahora sólo queda fijar el día.
A lo que Genara apostilló.
- El mejor día es el lunes, que es cuando viene Andrés, a meternos leña en la cocina y a sacar agua del pozo.
Y replicó Valitu.
Si pero que se venga arreglado, que es un entierro y va a ayudar a sacar el ataúd y a llevarlo a hombros a la iglesia.
Melquiades dijo renglón seguido.
-De acuerdo, yo busco otros tres hombres y sobre las seis y media de ese lunes estoy aquí.
El cura estaba de acuerdo, porque los lunes era día de mercado, y el mercadillo estaba a la otra punta del pueblo, con lo que tenia asegurado que no iba a haber ninguna expectación en la plaza de San Rafael. Ahora sólo faltaba apalabrar la discreción de Andrés y buscar en Figueruela a tres hombres mudos, para los cuatro que llevarían el féretro.
Melquíades, estaba dispuesto a pagar de su bolsillo el silencio de las hombres de Figueruelas, y pagar traerlos y llevarlos después de hecho el trabajo.
Tenía que hilar muy fino este asunto y tenerlas contentas, porque el solar de la casona en el centro de Berruguete valía un potosí, y las Señoritas, estaban empeñadas en dejarselo todo, si morían antes, a Genara. Y la Genara, si tenia familia, aunque esta ni la viniera a ver, ni ahora le hiciera caso. Claro que si heredaba, eso era otro cantar. La solución es que si ellas morían antes se lo dejaran de modo vitalicio, sólo el usufructo, por eso había que ceder en el entierro, porque después y de buenas sería más fácil convencerlas.
Tras comer con ellas unas sopas de patata y tomar un café, un mistela y unas pastas, se despidió de ellas diciéndoles.
- Buenas, queden ustedes con Dios, y el jueves vengo a esta misma hora, después de la misa de las nueve, comemos juntos otra vez y cerramos ya definitivamente el día del entierro.
La tarde del martes terminó, tras la visita del cura, con la rutina de siempre, un pequeño paseo por el jardín con Pirraca y Furriña, un corto paseo y por los senderos limpios y llanos, porque de otro modo, dada la edad y las limitaciones, no podía ser.
Al no estar electrificada la casa, se cenaba pronto y a la luz de un quinqué, aunque ahora en primavera no era necesario, a las siete ya estaban cenando las tres, las Señoritas Maqueda y la Genara, sentadas al calor del brasero de picón en la mesa camilla con sobre de mármol macael, se comían una tortilla francesa con un vaso de leche tibia, y tras rezar un rosario, mientras las perras dormían plácidas en su jergón, junto a la pobre lumbre, se despedían, deseándose unas a otras, la buenas noches y el hasta mañana si Dios quiere, y desfilaban cada cual a su camastro, unas al despacho del Jurisconsulto y la otra al cuarto de servicio, y las perras remoloneando abandonaban el cálido lecho de la cocina, para ir tambien a vigilar el sueño de sus amas.
Tras las oraciones de la mañana y el desayuno, las Señoritas Maqueda, salieron a asolanarse un poco al banco que había en la zona del patio de la cocina, junto al cobertizo del motor de pozo y donde se apilaba la leña. Genara por su parte se afanaba, en quitar hojas secas a las hortensias y en barrer tras el expurgo, el enlosado de pizarra.
Genara, se dirigió a las nonagenarias diciéndoles.
- Señoritas ¿Qué comemos hoy?
A lo que Visi, contestó.
- Pues lo que tu creas, pero yo pienso que hoy nos toca, patatas con bacalao, yo puse a desalar un trozo ayer, está dentro de la fresquera, en la despensa.
Y entonces intervino Valitu.
- Llevadme a la cocina, que yo pelo las patatas.
Otro día más que se iba finiquitando, al ritmo de las comidas y mecido por la algarabía de los trinos de la mañana.
Y llegó el jueves, y llegó Don Melquíades y se fijó el día. El entierro sería en cuatro días, hoy estábamos a dieciocho y sería el lunes veintidós. Además tras saberlo, corriendo había buscado Valitu en el santoral y le parecía pero que muy adecuado uno de los Santos festejados ese lunes, Santa Oportuna, y desde luego que era oportuno, que se llevara a cabo el entierro ya de una vez.
El lunes por fin llegó, el cura, revestido, abrió la puerta de la plaza de Dios, la abrió de par en par, y flanqueado por los cuatro trajeados hombres entre los que estaba Miguel, desfiló por el paseo empedrado, hasta llegar a la puerta principal, Allí estaban las tres, enlutadas como siempre, esperando que los hombres bajaran a la bodega para comenzar de una vez con el extraño funeral. Los dirigió Miguel, que se conocía bien la casa, subieron el ataúd del sótano y en la entrada del palacete, frente a las mujeres, se lo cargaron a hombros, cuando Don Melquíades con el hisopo rociaba con agua bendita el ligero féretro. Los cuatro hombres con sus modestos trajes, caminaron delante, tras ellos el cura y tras él, las tres mujeres, atrás dejaban los ladridos sordos de Pirraca y Furriña, que estaban encerradas en la cocina para que no pudieran importunar.
En la plaza ni un alma, eran las siete menos cuarto, y entonces empezaba a amanecer, en la puerta de la iglesia donde habían sido bautizadas las tres, les esperaba con la puerta abierta, Tomas, el viejo sacristán de San Rafael, al pasar delante de él, hizo una reverencia al féretro y luego otra a las tres.
La misa fue corta, sin sermón, una misa de diario, con una sola lectura y su salmo, que decía.
Protegeme, Dios mio, que me refugio en ti.
Yo digo al Señor: "Tu eres mi Dios".
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa
mi suerte está en tu mano.
En la misa, en la primera fila de la izquierda estaban los cuatro hombre, y en la primera de la derecha las tres mujeres, sólo ellos estaban en aquel raro entierro, que se había hecho de rogar.
Tras el responso Don Melquiades, bajó del altar mientras los hombres cogian el feretos y comenzaban a salir para llevar los restos al Campo Santo, que estaba detrás de la Iglesia, el viejo Campo Santo, porque ya a nadie se enterraba allí, salvo a los Maqueda y a tres familias más de igual prestancia, que tenían sus imponentes y solariegos panteones en él.
El cura, acercándose a Valitu, le dijo.
- Satisfecha, esta partida la ha ganado usted.
A lo que Doña Valentina Maqueda, respondió.
- No la he ganado yo, la ha ganado el sentido común, mi pierna tiene derecho a ser enterrada como le corresponde por ser una cristiana parte de mi cristiano cuerpo, con su correspondiente entierro, misa y responso, pues si yo tengo alma, en lo que le toque en parte, mi pierna tambien. Ahora descansa en paz y tranquila donde tiene que estar, y por cierto que allí me espere mucho tiempo.
Y tras decir esto marcharon detrás del cortejo fúnebre por fin y por última vez. El cura, Visi y la Genara que empujaba la silla de ruedas de la nonagenaria y cabezona Valitu.
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