miércoles, 20 de noviembre de 2019
El Señorito Julito
La huerta de Pomponi, estaba pegada al pueblo, de la Calle Larga, salía un callejón y a unos veinte metros te encontrabas con la puerta del huerto. Esa proximidad a la calle principal, hacia del huerto un lugar goloso para los pequeños hurtos. Eran tantos y tan frecuentes que traían de cabeza a Julito Pomponi, el maestro del pueblo. Y lo peor era que cuanto más se impacientaba con este tema, más le entraban en el huerto. Era consciente que muchos de estos robos eran niñerías, pero eran travesuras hechas con ánimo malicioso, para reírse de él. Salvo de cuatro de sus alumnos, del resto, de los otros veintiocho, sospechaba de todos, hasta el punto, de obsesionarse con que los zagales se reían todo el rato de él, a sus espaldas.
El Maestro Pomponi, no dejaba de machacarse, intentando idear cómo poner fin a esa burla que le sacaba de quicio. Mira que las tapias eran altas, que la puerta tenía su llave, que incluso el gallinero tenía su llave, poro nada, salvo que se pasara el día entero allí, ni un huevo encontraba en los ponederos, ni una pera madura en el peral, ni una naranja en su sazón. Pensó en llevar y dejar allí a su perro, pero sólo pensar que se lo podían envenenar o matar de una pedrada, le hacía desistir de esa ocurrencia. Llegó a pagar a Mercedario, para que pasase el día entero allí, claro que entonces le robaban por las noches. Era desesperante, lo traían estas trastadas por la calle de la amargura y el devaneo y la obsesión cada día iban a más. Sospechaba casi de todo el mundo y temía ante tan loca fijación perder la cabeza y a la vez pensaba: No me estaran haciendo esto, para que la pierda.
Don Julio Pomponi Mendizábal, era el hijo del veterinario y de Amalia Mendizábal Urbino, la Casta, hija malcriada y única de Berenguela Urbino y Miguel Mendizábal, los ricos más estúpidos y ridículos que en el pueblo ha habido, ni ella con sus ocurrencias los superó. Don Julio, su padre, era buena gente, se prendó de Amalia, pero el destino quiso que la tuviera que aguantar y disfrutar, poco. Porque la Casta, después del parto del Señorito Julito, se cogió unas zangarrianas, que sumadas a sus empachoseos y su obsesión con que la querian envenenar tocándole la comida, hasta el punto de raspar el pan, en un año se fue para el cementerio. Nada pudieron hacer, el empeño y los desvelos de su marido, y la razón de vivir que debiera haber sido el hijo que había alumbrado.
A julito, lo crió Justi la Viruta y lo amamantó Amancia, crecio ensimismado, retraido y sólo, y pronto Don Julio, lo mandó a internados, hasta que hará unos cinco años, regresó, tras la muerte de su padre y como maestro nacional.
O sea, que aunque sea sólo un poco, de casta le venía al galgo. Pero sin faltar a la verdad, los hurtos eran ciertos y pareciera que una mano negra, quisiera volver loco al Señorito Julito.
Hasta tal punto llegó su devaneo que casi ni comia, y la Justi, muy preocupada, busco consejo hasta en la botica y compró por su cuenta un reconstituyente, carne líquida del Doctor Valdés García. Y la verdad es que como a ella le hacía caso, tomarselo se lo tomaba, pero como seguía sin comer y dormir bien, el buen semblante perdido ni recuperaba, ni se le quitaba la desazón.
El Maestro Don Julito, no era muy de contar nada, y lo del huerto, salvo la Justi, Mercedario y la Amancia, no lo sabía nadie, porque el no era ni de salir a tabernas, ni de jugar partidas, ni de entretenerse en los corros que se formaban al salir de misa. Tenía fama de raro y no hacia nada por disiparla, lo que si hacía y lo hacía bien era su trabajo de maestro y cumplir a rajatabla el ritmo marcado para las lecciones, y la verdad sus alumnos no lo adoraban pero aprendian.
La Justi, vivía en la casa y llevaba la casa como si fuera suya, ya lo hacía antes en vida de Don Julio padre y más ahora con un niño grande que era como su hijo, y para el aunque nunca lo articulará la Justi era como su madres. La verdad es que como madre postiza y ama de la casa, era la única que se percataba de la gravedad de los devaneos del Señorito.
Un viernes de marzo a última hora de la clase aviso a sus alumnos que el lunes y el martes próximos, no les daría clase, que por motivos personales, por gestiones, tenía que ir a la capital. Les marcó unas tareas y se marchó diciéndoles.
- Nos volvemos a ver el miércoles.
El domingo hizo lo mismo con Justi, a la hora de la cena, en la camilla de la cocina mientras se tomaba un tazón de leche migada con magdalenas y se tomaba una cucharadita del reconstituyente del Doctor Valdés, le dijo:
- Mañana salgo en el autobús destino a la capital, para hacer unas gestiones y regresaré la tarde del martes ¿Quires que te haga algún encargo?
Justi, le dijo:
- No Julito ¿Y a que vás?
A lo que él contestó:
- Buenas noches Justi, y no te levantes a hacerme el desayuno que te conozco, el autobús pasa muy temprano y yo se calentarme un tazón de café con leche. Hasta el martes.
El martes por la tarde llegó y con él, el regreso de Julito. Se le veía contento, risueño, relajado, como si se hubiera sacudido de encima sus preocupaciones, o el monotema de su preocupación.
Entró en casa con varios paquetes, uno de ellos lo llevó directamente a su cuarto y el otro lo llevó a la cocina y se lo entregó a Justi, tras mostrarse más afectuoso y dicharachero de lo habitual.
Estaba envuelto en un papel muy bonito, que la Justi, procuro no romper y tras retirarlo, lo dobló con esmero y lo guardó en el cajón de las servilletas. Era una caja de chocolates Viuda de Solano, era tan elegante y resplandeciente que Justi, sin abrirla la apretó contra su pecho. Ella sabía que su niño la quería, lo que ocurre es que jamás se lo demostraba y este gesto de hoy la conmovió y la preocupó. Activó en ella la alerta de madre y pensó; a que ha ido mi niño a San Carlos y que ha pasado o ha hecho allí, para este gesto tan inusual.
Julito, se sentó en la mesa y se mostró locuaz mientras devoraba el tazón de leche con magdalenas y se tomaba el tónico reconstituyente. Le hablo de los grandes paseos llenos de palmeras, de la catedral, de las gentes elegantes, del bullicio, de las tiendas y las librerías. Parecía que quisiera irse a vivir de nuevo allí. Y sobre todo un par de veces hablo en plural, incluyéndola a ella es sus planes.
El miércoles se levantó temprano y lo primero que hizo fue bajar al despacho de su padre, estaba como antes, nadie entraba allí, salvo Justi a limpiarlo, rebusco en los cajones, en los armarios, entre el instrumental de su padre, hasta que encontró lo que buscaba y regresó a su habitación a guardarlo junto a su misterioso paquete.
En el desayuno se mostró de nuevo animado y locuaz, y Justi, se alegró por el inesperado cambio tras el viaje.
Justi, ya le había sugerido varias veces que se olvidara del huerto, que lo vendiera, que no necesitaba ese quebradero de cabeza, que fruta no les hacía falta, que los huevos los podían comprar, que la Pascasia tenía muy buenos huevos y que ante la falta de huevos de nuestras gallinas se los cogía a ella casi siempre.Y que en el corral de la casa si así lo quería, podían tener un gallinero, que su padre lo había tenido en tiempos debajo de la higuera, en la caseta que guardaban la leña ahora. Pero lo que también sabía la Justi, es que no era una cuestión de opciones, era una cuestión de orgullo, y que ese orgullo era lo que le traía de cabeza.
El jueves amaneció doblando desde bien temprano, doblaban y doblaban las campanas, tocaban a muerto. Por eso Justi, se asomo a la ventana de la cocina que daba para la calle, esperando que pasara alguien a quien preguntar, y ese alguien pasó y le contó la tragedia, se había muerto la Amancia, su marido y tres de sus cuatro hijos, y que había sido Benjamín, el pequeño, el que por la mañana los había encontrado, todos muertos alrededor de la mesa, con las cabezas metidas en los platos, escandalizada decia la Macaria:
- Estaban comiendo unos huevos fritos, y se salvó el niño porque ceno antes que ellos, un tazón de calostros y se acostó.
- Se los ha encontrado él, al despertar y verse solo en la cama por la mañana. porque sabes que dormía con su otro hermano pequeño, pobre criatura, que se ha quedado solito.
Y gritaba entonces llevándose las manos a la cabeza:
- Que desgracia, que desgracia.
Y seguis exclamando con aspavientos, en medio de la calle larga, la Macaria, mientras las campanas seguían doblan:
- Pobrecitos, que desgracia, comiendo unos huevos fritos, pobrecitos, que desgracia.
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