domingo, 17 de noviembre de 2019

Úrsula Molín de los Visos


Se amaban como se aman las fieras, en silencio, sin enturbiar la urgencia con palabras.
Tres días a la semana, asía su firme mano la cabeza de la serpiente, para que golpeara la manzana de bronce el chapón del llamador. En seguida le abrían la puerta, con el habitual zalamero servilismo que prodigaba Ascensión. No era necesario que le dijeran dónde ir, ni le acompañaran, él sabía cómo encaminarse y llegar. A las seis de la tarde mueren los días a finales de otoño y a las seis menos diez ya estaban encendidos los tres quinqués de la sala, y ya estaban corridas las cortinas rojas de terciopelo adamascado.
La casa de los Visos, estaba a las afueras, en el centro de una enrejada parcela y encaramada en una redondeada y boscosa loma. No había motivos para sospechar, pero sobre todo no había que dar motivos, por lo que toda cautela era poca.
Úrsula Molín de los Visos, era una acaudalada y devota viuda de la urbe, vivía en la zona alta, por donde no se había desparramado el caserío. Su casona oteaba desde lo alto, el poblado llano, los barrios enteros que eran de su propiedad.
Severiano, entró en la sala y cerró tras de sí la puerta con una vuelta de llave, el servicio sabia y sobre todo Asunción, que no tenían que importunar. Doña Úrsula, ni se movió, en la mesa estaban la tetera, las pastas y el Áncora de Salvación. En el libro abierto, por la página seis, se podía leer "Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios de los ejércitos..........."
Él, se sentó frente a ella, se sirvió un té que aún abrasaba, y tras tomarlo se levantó, desplazó su sillón y apartó sus negras sayas, algo que ella, también facilitó, acto seguido se abalanzó sobre Doña Úrsula, liberando su tórrida y encarcelada fiera, y con rápidas acometidas y con opacados jadeos la poseyó. Y sólo por un instante se recobró en su rostro, la rosada color, y él, con una última y colérica embestida, rindió su cabeza en el hombro izquierdo de Úrsula, y tras tres segundos de celestial reposo,  como un resorte se incorporó, abotonandose la bragueta y enjaulando de nuevo su  desfallecida verga, mientras ella hacía lo mismo, cubriéndose y atusando sus sayas.
Los dos en silencio. y tras recobrar ella su pálida tez, volvieron a servirse otra taza de té.
Y Úrsula, dijo entonces:
- Padre Severiano, confiéseme ahora usted.

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