miércoles, 20 de noviembre de 2019
María Bartolo Lirín, La Escuerzo
A veces el placer llega solo. A veces esperar es una virtud. A veces no desfallecer en la espera, es mucho más que fe.
Era un domingo del tiempo ordinario, era un domingo de otoño, al entrar en la iglesia lloviznaba, por eso los pequeños corrillos se formaron dentro.
Los tiempos habían cambiado, ahora las clases altas nunca se sentaban delante, en las primeras filas sólo se sentaban los que buscaban lo les negó natura.
Los Coca-Munguia, los Ibarramendi, los Álvarez-Urquijo, los Urbizu, todos estos estaban sentados de la mitad para atrás.
Y en los primeros bancos; los Lirín, los Muti, los Sappo y los Bartolo, lo peor de cada casa, lo más florido, lo más manchado, lo más abyecto.
Y en el primer banco, como adelantada y abanderada de los nuevos valores y méritos, María Bartolo Lirín, la Escuerzo, como la llamaban los suyos, los que salidos de las Corralas de Morete, hacían apología de lo tuerto.
Cuando termine de contaros, lo entendereis, como Dios reparte suerte y reparte todo tipo de suerte, hasta el punto de que el mismo se enmienda la plana.
La misa comenzó como siempre, con los cantos desatinados de la Crescencia Muti, seguida de sus parientas las Lirin, las que sólo tienen orejas. En seguida apareció el cura con la casulla verde, y los famélicos hermanos Sappo, Marcelito y Jacintin. Las lecturas y el salmo los leyó Tere Pescueza, con su tono áspero y lineal, y alterando como siempre las pausas de los puntos y las comas, daba igual porque nadie le prestaba atención a esta mojigata señora.
Llegó el evangelio, que versaba sobre los malhechores crucificados con Jesús, y cómo recibimos el justo pago de lo que hacemos. El cura lo leyó como siempre, mirando a las filas de los tuertos, a las filas de la patulea. Y tras el evangelio, soltó un pequeño y relamido sermón, que nada tenía que ver ni con la palabra de Dios que se había leído.
Continuó la celebración y los canturreos, hasta que llegó la paz y la diferencia de clases se hizo patente de nuevo. Los últimos bancos, sin algarabía daban la paz al de al lado, sin moverse, ni girarse. Pero en las primeras filas, todo era circo, giros y exagerados besos, las clases populares se quieren muchos y son de muchos aspavientos. Y claro está María Bartolo, la Escuerzo, la que más, recorrió el pasillo central varias veces, repartiendo ósculos y arrumacos a diestro y siniestro, ella era de hacerse notar y pasearse, que vieran y envidiaran que tenía abrigo nuevo, un abrigo verde de piel de conejo.
Y por último llegó la comunión y el paseillo por el pasillo central, y todo amenizado por los desafinados cantos de las cantoras de gorigoris y su reservarse para comulgar las últimas, y claro está la ultimísima tenía que ser como siempre, la diabla de la Escuerzo. Y se puso en la fila con su abrigo de pellejo verde, canturreando mientras se acercaba:
- A ti Señor levanto mis ojos, a ti que habitas en el cielo, a ti Señor levanto mis ojos, porque espero tu misericordia..............
Abrió entonces la boca, y Don Senén, depositó el Cuerpo de Cristo en su lengua, que ella recogió y girándose para que la viera todo el pueblo, intentó retomar la canción y se atraganto al decir, misericordia, y comenzó a toser y a toser, y a toser y a toser, mientras el cura subía al altar y sus compañeras de canto seguían cantando desgañitándose para tapar su tos. Tras la tos, vino el carraspeo, y el intentar con los dedos sacarse la hostia consagrada de la garganta, después vino el pataleo y el ahogo, y los gestos de pedir ayuda. Todo esto ante la perplejidad y la inacción de todos, todos que la veían ponerse roja, todos los que veían como sus ojos se salían de órbita, y como con voz sorda y con puñetazos al banco, maldecía a la puta hostia que la estaba ahogando. Por último ante la imposibilidad de despegar el Cuerpo de Cristo de su garganta, salió corriendo, con su vulgar abrigo, de piel de conejo teñido de verde, hacia la entrada de la Iglesia y se puso a beber de la pila del agua bendita, buscando tragar la oblea que la estaba asfixiando, y fue en ese momento que tosio y gargajeo y decidió salir al atrio del templo, buscando la ayuda que le negaban dentro, y vencida por una segunda fortuna, por un segundo golpe del azar, pero diametralmente opuesto, cayó al suelo, y murió sobre un charco, mientras llovía a cántaros, y murió rodeada de gente, de esa gente, de su gente, que por delante la adulaban y por detrás la ponían como a su abrigo, verde.
Nadie, ni fuera, ni dentro la ayudó, y se demostró que pocos la querían, que nada la querian, que no la quería ni Dios, que con su Santo Cuerpo ajustó con ella cuentas y la ahogó.
El cura, terminó la misa y bendijo a los fieles y les dijo que podían irse en paz, y al salir todos la vieron allí, calada, tirada.
Y una dijo:
- Si alguien la quiere que la recoja, porque esta hoy ha recogido lo que sembró.
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