martes, 18 de abril de 2017

Aristofobia


Siempre que en nuestra cainita tierra aparecen individuos privilegiados, la masa no sabe aprovecharlos y a menudo los aniquila. Abel el bueno, el bello Abel, genera el peor de los pecados capitales, la insufrible envidia. 
El vulgo siente una fatal atracción por el inferior, por el chaparro que no proyecta sombra. Y con esa ciega pasión, que encumbra tuertos, la marea de la turbamulta ahoga ángeles, pulcrísimas mariposas.
Así se explica la aristofobia, el odio a los mejores, al que nace con talento para sobresalir. El odio al pulido, al que doma sus cualidades hasta la cuasi perfección, porque la perfección no existe pero el aristocrático coronado sabe como se puede dar y lograr. 
Suelen terminar en los patíbulos los altos, los sublimes, los generadores de plasticidad, los poetas, los inventores de belleza, los que desde la cuna nacieron tildados, los tocados por la celestialidad, los tocados por la ejemplaridad, los que se anticipan al futuro. 
Es muy peligroso ser esforzado, ser divino, entre tanto rastrero y parásito vulgo, ebrio de zafiedad.
Envidiar, círculos de envidia, vecinos envidiosos, que no saben soportar su elocuente inferioridad.
Triste vicio defenestrar al sublime, decapitar y colocar en la picota al regio, para así poderlo escarniar. Terrible sino el del más cabal y cualificado, el del humano ejemplar.
Por todo esto, los que tienen grandeza se aíslan del mundo y no suelen hacer vida política.  

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