El Abanderado, era el journal de la ciudad, en él se retrataba la vida culta de la urbe, los conciertos en El Imperial, las obras de beneficencia de La Casa Pía, los funerales y el obituario de crespones y excelentísimas parentales, las puestas de largo, las pedidas, las comuniones, los sermones del Cardenal Verdugo, todo lo elevado de la Villa y su noble corte, además de la columna semanal de Don Porfirio y la sección de moda de Bárbara Pimentel de Castelflorit.
Era una ciudad de gracia si no te salías del perímetro de la decencia, de las calles de la Villa Vieja, si no atravesaban los dos puentes que unían lo elevado con el inframundo.
La Villa Vieja, era un reducto perfectamente acotado por el barranco de Guiniguada, que se bifurcaba para abrazar el baluarte del casco antiguo de Arrianápolis, así rodeada de descarnados surcos de escorrentía, secos cauces que limitaban la Ciudadela de las casonas, la catedral y palacios, del circundante arrabal. Arrianápolis era un bello torso pétreo y sin miembros, que púvicamente moría lamido por en el mar y amputado de sus barrios, por las abruptas barranqueras que cortaban el Puente de Piedra y el Puente de Palo.
No hay nada más infecto que la dentellada de un varano, así era el juego sucio de intoxicar las calles con libelos. Para eso servía La Repu, para calumniar y difamar a quien se opusiera a los intereses mezquinos y particulares de la casta Portiño. Desoficiada y sin otro oficio que cacarear calle arriba y calle abajo, y cruzar los puentes y adentrarse donde ni siquiera era bien recibida, pero su nulo pudor y su nula conciencia de su estulticia hacían de ella el ariete perfecto pues nada la paraba en barras. La Repugnancia aquella mañana había acudido a un velorio principal donde no había sido convidada, pero allí de vulgar luto riguroso se presentó, con un ramito de gerberas y gladiolos con una cinta que rezaba " El Ayuntamiento de Arrianápolis se suma al dolor de esta irreparable pérdida." sin reparo se abrió paso taconeando metalicamente, por el enlosado en damero de negro basalto y blanco mármol, y a los pies del catafalco lo colocó de forma preeminente, desando tres pasos y se acomodo en uno de los sillones preeminentes dispuestos para que la familia velara al finado.