son borbotones de nostalgia,
sangre en blanco y negro.
Decepción,
laguna Estigia,
en la que se pierde el barquero.
Se pierde y nos enreda
en la marea infecta
del pequeño cauce
que nos separa del salvífico averno.
Se deshilvana lo cotidiano, ese sencillo nudo que nos ata a puerto.
Se desatan las mareas de la infelicidad
y perdidos abrazamos escollos
que laceran nuestro cuerpo.
Acicalados e impecables.
Teatrales y divinos,
interpretamos, distantes, entre artificio,
el fatídico rol
que es fingir
esa fortaleza inexistente
que creemos que nos libra
de ser vulnerables.
Pero en el fondo,
entre las cenizas
de los rescoldos de la pasión
que ya se ha ido,
deseamos morir,
desvanecernos,
evaporarnos
como los charcos
de las tormentas de verano,
de esos veranos de sol y risas,
en los que ahogamos el sofocante deseo,
el deseo urgente,
fácil,
ese que sabemos
que vamos a olvidar.
Desamor y muerte,
hermanas siamesas.
Hombres solos,
forzados a una soledad maldita,
forzados a vivir entre mil brazos,
que no desean abrazarnos.
Humanidad, selva, infierno.
Y tras tanto desear morir, la muerte llega, y nos sorprende con su casuística, con su socarrona inoportunidad. Llega y nos abraza gélida, álgida, brutal.