sábado, 21 de julio de 2018

Benita Postuero


A Benita, la llamaban La Chalota, por su tono de piel entre rosado y morado como esos bulbos tan usados para aderezar carnes en la ciudad de San Pablo. Fue un mote que le pusieron en el Colegio del Carmen. La bautizó así, Sor Amadora, la renombro de ese modo porque parecía congestionada, porque el tono violáceo de su piel le sugirió esa poco cristiana maldad, que corrió como pólvora primero en el aula y luego por todo el Carmen, y con el correr de los años terminaría por imponerse en toda la ciudad.
A Benita nunca le gusto que a sus espaldas la llamaran de ese modo tan popular y despectivo, sobre todo por que ya su piel no era tan sonrosada o violácea, los polvos de arroz hacían que fuera muy blanco su rostro, en el que titilaban sus ojos de color ámbar y sus finos labios rojizos.
Benita, siempre pensó que perdía el tiempo, que no era dueña de su suerte y que su capacidad para aceptar era su mayor talento. Cuando era una niña siempre obedecía, cuando era una adolescente sólo obedecía, cuando se casó o la casaron, obedecía. Pero ahora que era viuda, no tenía a quien obedecer y se refugiaba en la rutina, en los hábitos conocidos, en los horarios y la costumbre, que era una forma de obedecer. Así heredó las tareas de su marido, para dejarse mandar por los objetivos perseguidos por Fausto, por el norte de sus días, por sus negocios y sus cuentas en la Calle Real.
Benita tras el bachiller estudió contabilidad, en la Escuela de Administración. Los tenderos son así, preparan a sus vástagos para asumir las riendas de las empresas de la familia. Los números se le daban bien, eran predecibles, metódicos, tenían su orden y ayudaban a tenerlo todo bajo control, de ellos dimanaban las órdenes, ganar dinero tenía su metodología, sumar. restar, multiplicar, dividir y anotarlo todo.

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