La vida es una obra de teatro, que llegado un punto deja caer el telón y se finiquita. Los espectadores que disfrutamos de ella, que interactuamos con ella, sólo podemos llorar, reír, abuchear o aplaudir. Espectadores de cómo se consumen vidas, de cómo consumimos la nuestra, expectantes a los giros argumentales, que tan grandemente interactúan con la nuestra. Espectadores y actores con su propio guión, con su propio telón, con su propio público. Que bello es ver a alguien, que se va de puntillas, sin ruido y sin aspavientos, habiendo sabido exprimir la esencia del tiempo vivido, habiendo ajustado sus cuenta, y sin haberse guardado el amor para sí, habiéndolo confesado y pregonado, aunque en la transacción no hubiera salido muy bien parado, amar y vivir es dar, sin esperar recibir..
Hay finales que cursan sin molestar, en silencio. Finales, que son una nivea escalera al cielo, ese premio que la vida reserva a los justos, a los que se les guarda un bello y tierno duelo.
En el cielo está el mar, para ese polvo rendido que queda en el escenario tras la última frase, tras el último aliento, polvo repleto de pasos, de idas y venidas, de desvelos, de besos al aire, en los labios, en las mejillas. Ese es el teatro de vivir, dejar en el espectador, el sabor de la miel, la caricia del ala de un gorrión, el verde infinito de una mirada turbada, la furia de un corazón desbocado que busca el amor.
No hay distancias entre público e intérprete, no hay distancias entre las distintas obras, que se enredan, con los lazos de la sangre, con los lazos de los cruces, con el fuego del hogar.
Se cerró el telón, pero los ecos de las vidas perduran, y mecen y cuidan desde las divinas alturas a quienes vivieron en primera persona, la novela de amor que es vivir.