Cuando entraba en casa, y cerraba tras de sí la puerta, todo era bochorno, todo era calor. Con él, entraba el infierno. Mamá, no soportaba su olor a vinazo, no soportaba aquellos pelos rubios en su chaqueta, aquel olor a tabaco y a zorra, macerado en alcohol.
Marita, cuando se desataba la tormenta, se quedaba inmóvil, paralizada, petrificada como una roca que acaba de expulsar un volcán, le ardían las sienes, le escocían los ojos y comenzaba a sudar, a llorar, y terminaba por mearse encima, mojándose las bragas, los zapatos y formando un charco en torno a ella, en aquel suelo geométrico de baldosas victorianas. Allí permanecía inmóvil, hasta que la sacaba de su ensimismamiento, la brutalidad de su madre, que con la palma abierta y con saña, descargaba la frustración con su padre, en su fragilidad de niña herida, por aquella tragedia que el destino le había impuesto, soportar la relación infernal de sus progenitores. Marita, no retornaba de modo rápido de aquel estado y tras la primera solía llegar una segunda bofetada y a veces una tercera, hasta que la niña prendía a correr pasillo adelante, hasta encerrarse en el baño. Allí, Marita, se arrancaba la ropa y desabrochando las hebillas se quitaba los zapatos, y ya desnuda, se metía en la ducha, para que el agua helada, sofocara aquel calor.