No me importa el final de las historias, siempre pierdo interés en el camino, al primer traspiés me canso y abandono, quizás, sólo quizás, esos sean mis finales, tirar la toalla a la primera adversidad. Rozo el cielo y abandono, creo que jamás he ansiado poseerlo.
Me empalagan los besos regados en alcohol, pero esos son los que casi siempre obtengo. Creo que vivo rápido y saboreo poco. Me gusta morder los caramelos, destrozar con mis dientes el dulzor, no soy de alargar el placer chupando lentamente. Sé que me canso con facilidad, que a mi tambien ellos me usan y me desechan. Hago lo que conmigo hacen. Sé que después de los primeros días, de los primeros galopes, después de sentir como se han mezclado nuestros sudores en la torridez de los encuentros, sólo quiero y busco lavarme, estar solo, vaciarme, desanclarme y flotar a la deriva en las nuevas y urgentes corrientes.
No tengo una vida perfecta, aunque alguna gente así lo quiere ver, es el empeño de ver el mundo envidiando, de tal modo que pasamos por alto todas las taras del envidiado. Yo también hago lo mismo al desear, al querer exprimir en un abrazo el jugo de mis partners, de los cuerpos idealizados tras los tragos, tras la ropa cara que modela formas muchas veces inexistente, y que otras veces desdibuja sublimes sorpresas.
Es tan perturbadora la desdichas, es un temor que a mi me agita tanto, que huyo despavorido de ella en cuanto atisbo su olor en el horizontes. Quizás, sólo quizás, por eso bebo.
No suelo despertar con nadie, pero aquella mañana rompí esa norma, no sé aun porque extraña razón decidí amanecer abrazado a aquel cuerpo, a aquel desconocido sobre el que reposaba mi cabeza escuchando sus latidos.