viernes, 14 de febrero de 2020
Justo Tomás de Santa Ana
Vivía en Martilandrán, aislado del mundo y de todos, aislado no por voluntad propia, sino porque en aquel lugar abrupto no había muchos sitios para los que tirar.
Justo Tomás de Santa Ana, en su corta vida, sólo fue tres veces a La Alberca. Aunque desde 1833 dependían de Nuñomoral, ellos siempre se consideraron de Salamanca. Ni las fiestas le sacaron de la soltería, nunca conoció a nadie, ni nadie se interesó por conocerle a él. Martilandrán era un reducto de endogamia, todos entre sí eran parientes en mayor o menor grado. Los padres de Justo, eran primos hermanos. A toda esta consanguinidad, se sumaba que volar del nido cuanto antes, para no volver, que era la tónica común en la juventud.
Justo, no voló a tiempo y se quedó atrapado en aquel pueblo de empinadas calles y tejados de pizarra, de cuatro esquinas y ojos que todo lo ven.
Él era el preferido de Pascasia, era el más pequeño, el que demoró tomar su camino. La muerte de Agamenón Listre, su padre, y su debilidad de carácter, hicieron el resto, quedó preso en las faldas de su madre, atado a las cabras y su pastoreo, a la pequeña huerta, a la matanza, a prender la lumbre todas las mañanas.
El invierno que su madre tambien se fue, ya en el velatorio, dio síntomas de abatimiento, de desgana. Sus hermanos ni repararon en ello, sólo el cura, Don Terencio, lo noto alicaído, mohino, pálido.
Tres días tardó en partir él, se colgó de la viga gorda de la bodega, donde guardaban el vino y el aceite, donde estaba la mula. Aquel día nadie sacó las cabras, y por la tarde los ojos que todo lo ven, murmuraron en las cuatro esquinas y al irlo a buscar a casa, ya no dieron con él, porque Justo Tomás de Santa Ana, había volado ya, muy lejos de allí.
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