miércoles, 12 de febrero de 2020

La casa de la Candidita


Cándida, jamás se planteó desfallecer, sus jornadas eran enormes, sin nada había llegado a este mundo, pero se obstinó, al menos, en poseer una casa, un huerto y un olivar.
Limpió, enjalbegó casas, hizo matanzas, dulces, apaño aceitunas. Fue una mujer sencilla, terca, noble. Era la persona de confianza de muchas familias.
Candidita, se quedó soltera y cuidó de su padre hasta su último día y tras su muerte se quedó sola con la mula que tenía este.
Calle arriba y abajo iba con la caballería, al huerto a regar, a coger tomates, pimientos, a cavar.
Estuvo tan pendiente de trabajar que se descuido y llegada la senectud, con su pequeña paguita. Comenzó a aislarse y a obsesionarse con que la querían matar, puso un hacha detrás de la puerta y se le metió en la cabeza y que oiga gritos y que su padre venía a verla y le hablaba.
Toda la vida se estuvo deslomando y al llegar a su etapa última, en la que no necesitaba ya trabajar, se enajeno, y como nadie se hizo cargo de ella, la encerraron, primero en un psiquiátrico y después en una residencia en la capital, tan alejada de su mundo, que duró muy poco allí. Murió y su parentela lejana, no la trajo al pueblo, la enterraron sin llamar a nadie, en un nicho sin lápida, que a día de hoy ya ni existe,pues vencido el alquiler de los cinco años, otro cuerpo habrá ocupado ese lugar. Desvalijaron su casita y la pusieron en venta, pero como las cosas modestas no tienen tanta apetencia, continua ahí, recordándonos lo baldío que es esforzarse por atesorar, porque nada te llevas de este mundo al partir. Y sus herederos, que eran poco de fiar, no cumplieron nunca con sus últimas voluntades; descansar con su padre y con su madre, en el cementerio del pueblo que la vio nacer.

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