Estar obsesionado con poseer es una tormenta, una riada. una asoladora obsesión, que no se puede disimular, que erosiona los afectos, que genera una devastadora pulsión, que nos rodea de la codiciada riqueza, pero nos aísla en la lóbrega mazmorra de la soledad, que nos fuerza a un amor mezquino, que es estar obsesionado única y exclusivamente con atesorar.
Don Avaricio, le comenzó a llamar su madre, nombre que trascendió muy pronto el domestico ámbito y termino por ser voz populi en aquel pueblo pequeño y angosto, de miras y emprendimiento.
A la luz del hoy, quizás tenga su lógica, aquel ensimismamiento en los brillos, en los objetos, en su magnético poder, en la envidia que generaba en su entorno la destreza para conseguir, perseguir y alcanzar aquellas metas materiales, que tras traspasar el umbral de su casa, perdían todo interés y pasaban a ser castillo conquistado, batalla ganada, que abría la puerta a la posterior. Él era sabedor de sus tesoros, los almacenaba, sabia que allí estaban, pero tenia claro que la locura y la obsesión se encontraba en la siguiente andanza, en el próximo botín, en la nueva razzia. A la luz de hoy, es fácil ver que se sintiera solo en aquel erial, en aquel cerrado infierno sin ingenio. A la luz de hoy, es explicable que se refugiara en su hogar, al calor de unos tesoros, que le proporcionaban placer y confort.
Paulino Ezequiel Sarmiento de Amaro y Garlocho, nació el trece de noviembre de 1913, hijo primogénito y único de don Paulino, el veterinario de Carralfermoso, se crio solo, en la quinta de los Amaros, un caserón a las afueras del pueblo, un caserón sombrío en lo alto del teso de San Sebastián. La clase marca distancias y reduce el circulo de las relaciones, que en el caso de Ezequielito, era directamente tan limitado, que era cero. Esa ausencia de relaciones y la influencia de su madre, Rogelia Asunción Garlocho y Garay, una mujer soberbia, clasista y muy beata, que pensaba que el único que tenia nivel para codearse con ella, era el cura, por ser el represe, en el pueblo, de su Dios.
El vástago de la casa grande como llamaban al siniestro palacete neogótico del veterinario, sólo acudía al pueblo los domingos y fiestas de guardar, con su madre, para oír misa, por supuesto desde la primera fila, desde el banco de los Sarmiento de Amaro, colocado en el lado del evangelio. Allí, sentadito sobre el terciopelo rojo, oía misa el linajudo Ezequielito, con su altanera madre, vestida siempre de riguroso negro y parapetada tras los lujosos arabescos de encaje de sus velos.
Era fácil ser distinto con estos antecedentes, con esa mamada soberbia de clase alta, con ese esmerado celo por todos los detalles y por medir y cuidar todas las palabras y movimientos.
Ser así, no era ser feliz, era generar envidias, era resultar ser alambicados e inalcanzables.
Don Avaricio, creció así, entre criadas e institutrices, mimado y protegido como delicada porcelana. Creció con la insana semilla del acaparar, coleccionar, rendir, poseer, lograr. Nunca es suficiente, le decía siempre su madre, madre que luego criticaba en el infante, su egoísta modo de ser.
Su coleccionismo se inicio, rapiñando objetos de su propia casa, objetos brillantes, que terminaban en el gabinete de curiosidades en el que se convirtió su habitación. Su cuarto era muy amplio y con mucha luz, en el lado del amanecer tenia tres ventanales geminados seguidos, con parteluz de mármol rojo, y en la fachada norte, una garita cilíndrica se proyectaba en el inexpugnable muro pétreo, una defensa, donde él, protegido, podía con su catalejo vigilar, desde las abocinadas saeteras, el pueblo. Aquel cuarto había sido el despacho de su abuelo Ezequiel, era un cuarto en la segunda planta, una estancia tranquila, alejada del ajetreo de las criadas y muy distante del cuarto de sus padres que estaba en la primera planta y en la esquina contraria. Todo en aquella habitación era propicio para el ensimismamiento y me atrevería a decir, que la personalidad de Ezequielito, don Avaricio, se ahormo y conformo por obra y gracia de aquella habitación. Frente a los ventanales estaba la gran mesa de trabajo de su abuelo, en la que estudiaba y recibía clases él, bañada de luz, en ella tenían su primera parada los trofeos, allí con una lupa eran analizados y tras haber sido disfrutados y haber perdido el inicial interés pasaban a los estantes de la enorme vitrina de estantes vacíos, donde estuvo la biblioteca de su abuelo. Cuando los objetos de sus razias en la vitrina, se veían minúsculos, casi desaparecían en aquel inmenso armario que ocupaba la pared frente a las ventanas bíforas. Y él pensaba entonces, la de trofeos que tengo que conseguir, para llenar esa enormidad. Así, de este modo, cuando desaparecía algo en la casa, al primer sitio que se iba a buscar, era allí, a la vitrina del señorito Ezequiel.
Se maceró la rareza, en aquella estancia, conforme se fueron atestando los estantes, conforme el cuerpo de delicado infante dio paso al de un apolíneo joven, bello y siniestro, codiciado y distante, un joven que volvía a su guarida con los baúles llenos de nuevas bagatelas, de los tesoros que adquiría en la capital mientras cursaba los estudios de veterinario como su padre. Los raros astros se atraen y sus trayectorias terminan por colisionar. En Carralfermoso, era imposible la relación con iguales, pero en la urbe de Cienpalacios aconteció la colisión. Marcelo Fiz, era otro excéntrico, un hombre diletante, un entusiasta de la belleza, un apuesto y codiciado hombre solo, de verbo chisporroteante, de porte esbelto y mirada gélida. Su primer contacto no fue visual, su primer contacto fue táctil, sus manos se tocaron, intentando aprehender una biografía de Alejandro Magno. Con las manos agarradas sin soltar ninguno de los dos la presa, se miraron a los ojos y sin ceder, sus ojos, recorrieron sus rostros y centrándose en sus bocas se dijeron al unísono, yo lo vi primero. Ninguno estaba dispuesto a ceder el botín, aquella biografía encuadernada en pergamino, de Remigio Arnisedo y escrita por la Reina Cristina de Suecia.
Ni Marcelo, ni su tórrida y varonil mano, ni su fría mirada, consiguieron que el bello Ezequiel desistiera y soltara el libro, con lo cual, sopesando que era el alto precio a pagar para conseguir al apuesto efebo, Marcelo, sin soltar aun ni la mano, ni el libro, miro a los ojos terrosos del muchacho y le dijo:
- Es tuyo, pero con la condición de que tú y el libro, acudáis esta noche a mi casa a una selecta tertulia literaria.
Renglón seguido, tras soltar el libro, pero insistiendo en seguir rozando la mano del joven y centrando su mirada azul en su jugosa boca, le dijo:
- Por cierto ¿Cómo se llama el afortunado a quien he cedido el libro?
A lo que el muchacho, contesto raudo, deshaciéndose de la mano rival y llevándose el libro al pecho.
- Me llamo, Paulino Ezequiel Sarmiento.
Ya en su cuarto en la pensión de Oriente, en la Plaza de los Reyes Godos, Ezequiel, pudo disfrutar y acariciar el libro, pasar el dedo por sus paginas, mirar con lupa la fecha de la edición y el sello violeta que decía, que había sido propiedad del Marqués del Muni. Rápido miro en el anuario de la nobleza, para buscar el titulo, para saber quien se había desprendido de aquel tesoro y el porqué.
El Marquesado del Muni, lo había concedido la Reina Regente María Cistina de Hamburgo, a favor del Embajador en Francia, Don Fernando de León y Castillo, el titulo hacia referencia al territorio español del Río Muni, en La Guinea. Si su se creo en 1900, quería decir que el Marques, tambien era un apasionado de los libros viejos, o quizás un admirador de la figura de Alejandro Magno, o que estaba fascinado por la Reina Cristina de Suecia.
Rendido tras tanto divagar, se tumbo en la cama un rato y se durmió con el libro sobre el pecho.
Cuando despertó ya eran las seis y a las siete habían acordado que pasarían a buscarle para la tertulia literaria. Sentía una cierta pereza, no le apetecía demasiado hacer vida social, tener que salir y hablar. Se incorporo de un salto, y el libro cayo al suelo, el libro del destino, el libro por el que debía ir a casa de Marcelo Fiz. Mientras se arreglaba se repetía de forma machacona;
- Contra pereza, diligencia.
Se engomino el cabello y lo peinó hacia atrás, su cabeza era un escarabajo coruscante. La tensión del pelo abría aún más sus ojos terrosos y hacia más largas sus pestañas, que al parpadear araban grandilocuentemente el aire.
A las siete, él, estaba ya en la puerta, y puntual llegó el coche. Lo conducía un hombre tosco, callado. Ezequiel, se sentó en la parte de atrás e inspeccionaba por el retrovisor la mirada de aquel chofer tan huraño. No cruzaron palabra en todo el trayecto, era octubre y a aquellas horas, y la luz del día comenzaba a desfallecer. Habían salido de la urbe y se encaminaban a la zona de la loma noble, así era como llamaban a la ladera oeste de Cerro Verde, zona en la que se asentaban las quintas de los acaudalados de Cienpalacios. La verja del portón principal estaba abierta, enfilaron una larga recta flanqueada por enormes tilos, parecía que atravesaran un túnel, y al final aparecía la casa, tras una explanada en la que había aparcados al menos diez coches. El chofer aparco en la puerta y con voz áspera y viril, le dijo:
- Señorito, ya hemos llegado, baje usted, le deben estar esperando.