Todas las furcias son iguales, cantaros seriados, operadas en la misma clínica taxidermista.
Obsesionadas por la vulgaridad, por el
exceso de formas, por la voluptuosidad de la silicona, adherida a chasis
esqueléticos, fruto de las desordenadas ingestas y el tabaquismo.
Todas se remedan, en las inoculadas
tendencias, vendidas por cirujanos carniceros y desaprensivos que llenándolas
de costuras hacen su agosto.
Vulgar y previsible es su vida, del jergón
a la temprana sepultura, sin haber sido amadas. Solo usadas como muñecas de plástico,
de plástico vivo.
Les ciega la euforia del piropo del hambre del camionero, el
halago a media luz y los billetes que les posibilitan un nuevo retoque, un paso
más hacia el esperpento, el ideal circense del lupanar, la atracción más buscada
del momento, ansia de torturador star.
Un costurón más en sus recosidos cuerpos, carne de cañón de una
moda que para nada, en la obscuridad del cubil sirve. Pero que contenta al
proxeneta, que las explota y presume de mercancía en la barra de los
tugurios de alterne, en los que las degrada por una protección que no
necesitarían si no hubieran decidido ser estrellas de una noche sin firmamento.
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