La independencia que nunca existió, anhelo que una y otra vez la división intestina frustra. Batalla de banderas de división, batalla de banderas para dividir, batallas que gana siempre la unión.
Es muy fácil hablar en nombre del todo, cuando a lo máximo, se es la mitad. Tensiones de punta emergida del iceberg. Todo no es lo que se ve, hay tres cuartas partes silentes, discretas, apáticas, conformes con el estado vigente o indolentes que esperan el catalizador propicio para reaccionar.
No hacer ruido, no es no existir, es sólo no haber sido estimulado de la forma conveniente, no haber incluso sucumbido al estímulo machacon del odio, no haber servido de campo arado, para la cizaña de un secesionismo instalado en la maraña de mentiras, que es reescribir la historia para aleccionar a la infancia con la que la realidad se intenta subvertir.
No todo está a la vista, y a los silentes con mucha frecuencia no se les ve, pero en momento dado, afloran, y afloran como riada, que asola con su calidad, con su potente vil metal. Afloran y descalabran la cresta de humo de una ola de oportunistas, de sátrapas, de falsos condes, que quieren ser reyes de la cosa pública, de la tierra de todos, del territorio común de España, que llaman suyo cuando a los silentes también les pertenece.
Ruido de sables de rufianes, de patanes, de cabezas maléficas que tapan con la marea de la calle un latrocinio institucionalizado, tapan con la farfulla de media lengua, mal aprendida y mal hablada, y que sirve de tilde diacrítica de superioridad, a toda una patulea que lo que realmente bien entiende es la lengua común, que el castellano, el idioma que une y que todos hablan y comprenden.
No es cemento el odio, para ligar la forja de un futuro común.
Suena a pólvora de cobardes, a trileros, a tarascas con varas de mando, a arribados de allende los mares que se creen más dignos y catalanes que todos los catalanes españoles. Y solo suena porque la riada que tiene la pasta abandona el barco de la mezquindad catalana.