Las primeras incursiones son euforizantes, repulsivas y euforizantes. Tras el urgente manoseo dentro de un coche, en una cercana pensión, entre los arboles de un bosque, viene el premio, el dinero fácil, los caprichos, la urgencia por desdibujar el cauce.
La vida es prosaica, vulgar, sórdida, pensamos que la sofisticación impregna el mundo, y en realidad el mundo es vulgaridad e incontrolada pulsión, traumas, filias y atenazadoras fobias.
Es muy fácil convertirse en un funambulista del inestable alambre de acero que es la prostitución, caminar y pasear por esa senda entre precipicios, transitar por ella pensando que saldremos indemnes. La transacción de los amores en la oscuridad es un olor que nos impregna y que ni el más caro perfume del mundo conseguirá desterrar.
Las primeras incursiones son frívolas, inconscientes. Pero el tiempo inexorable transcurre y nos abandona sin casi darnos cuenta frente al cruel espejo de la verdad. No es lo mismo dejarse comprar, que asumir el desacarreo que es ir a la pasarela de la Calle Real a buscar que alguien te quiera comprar. La fiebre es exigente y exige novedad.
Verbos de tragedia que nos malgastan en las siestas sin placer, en los moteles de nombres ridículos, en el olor acre de la desgastada moqueta, donde el que paga por obtener placer con tu cuerpo, te obliga a rodar.