Era su falta de destrezas su rasgo más distintivo. Su universo estaba construido sobre la dictadura de la marginalidad. Eran sórdidas vírgenes de altar marginal. Santos que ningún milagro obran salvo el de lucir entre sombras en la penumbra de la nave lateral.
No hay nada más antiguo que el primitivismo, que la tristeza de los que con trapos rojos, tapan miserias, primates sin nimbar que basan su brillo en el borrón y cuenta nueva, que exigen a la sociedad que aborrecen, pero en la que ansían integrarse.
Nadie vence en el valle de las corroblas, en la casa del puente, donde la humedad es perenne. Casa de sillares de acarreo, piedras del convento de la luz, que hoy cierran a los fríos vientos, la casa de un zahino aparcero.
La antigua de la mano muerta, es la que más inquina alberga, la más dolida por el rechazo rancio, que nace en su propia casa, que nace como las recias barbas de su madre, salvajes y bravas. Es el feísmo, el cuartel siniestro de la minúscula y húmeda casa.
Todos los días del año son fatídicos, para el solar de las antiguas, seres racios que ni saben perdonar, ni olvidan. Seres de olores penetrantes, de sombras mayestáticas, de sonrisas almenadas, por la guerra del rechazo y el hambre.
Torre albarrana del odio, torre de los orines de regatera, torre de hiel y risas histéricas, de pupilas que se pierden en el enredo que es vivir parasitando un sistema que ampara y margina.