Me marchito en el depender.
En el jardín de rosas prestadas que siento mías.
En el último banco donde en silencio rezo a un Dios que no es iracundo.
Me mece un río turbio de inconfesables deseos.
De notas congeladas que ayer quemé.
Zahorra nívea de cuarzo lechoso, árida, bella e hiriente.
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