sábado, 8 de julio de 2017
Arrianápolis
No es fácil entender las tramas si no te sumergen en ellas. Arrianápolis era una ciudad que sólo se abarcaba por inmersión, buceando en las profundidades de su submundo.
Argimiro se dejaba morir en su barraca de la Cala de los Cangrejeros. Dolorosamente le bramaban las tripas y sentía como la muerte le arañaba el estómago. Las licencia de joven no las tolera la vejez, y él se había machacado mucho a lo largo de su vida. Sentía acurrucado en su catre que aquella no era como las anteriores, sentía el frío de las Parcas, aunque como en todo, sabía que quizás hubiera una rendija de esperanza.
La barraca era un cubil de maderas de naufragio y palmas, a través de su nula estanqueidad se filtraba la sal, el olor a mar, el sol.
Argimiro había dedicado su vida a atrapar cangrejos, a coger caracoles y lapas, a pescar cabozos en las aguas someras de los acantilados de lavas cordadas, en las playas negras de arena basáltica.
Vivía de vender este menudeo a los bares y tabernas de la calle Durán.
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