lunes, 12 de noviembre de 2018

Daisy


Daisy, era una pretenciosa de ínfulas muy grandes, era una diva de pies de lodo, era una star muy embarrada. Arsenio Hugo Fernández de Montepicaza y Cerezo, era o quizás no era, un atormentado personaje que se desdoblaba en las sombras, para satisfacer desafueros complicados, para dar salida a riadas asoladoras, a hambres inconfesables de recios hombres.
Reina de las áreas de descanso, de los eriales de asfalto, en los que los mecheros y su chisporroteo, indicaban a la rubia Daisy, quien sentía el picor inconfesable de los labios de remostosa fresa, los labios de vicio, el vicio de un esfínter  con una voracidad inconfesable, con una ingente voracidad.
Somos presa de los amores, somos reos de las filias, de las fobias, de las inclementes lluvias, de los charcos y la miseria que conlleva transitar los caminos que nos llevan a la efímera gloria, al álgido climas, a tórrido efluvio que nos penetra hondo, muy hondo, muy profundo, mienbros enormes que descargan su inconfesable torrencialidad en la cabina angosta de un camión, entre la espada que se hunde honda y el  hiriente volante.
El sudor, derrite los afeites en el traqueteo, en el calor del galope. Ojos negros de sombras azules, de iridiscente nacar. Sudor de almizcle, de pestañas postizas que con la furia se despegan y en la penumbra de la cabina, añaden más comicidad aun si cabe, a la muecas del cabalgar ensartada en la acerada virilidad un macho que buscan el placer, en el borracho exotismo del travestido Arsenio. Un coito con Daisy, no era elegante, no era nada perrigalgo. Sólo era, ansia de perra, de área de descanso, de hombres que con remedos sacian el hambre, de hombre que sienten un supino placer ensartando con su soberbio e inflamado miembro a otros hombres.

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