Es el lugar donde está la casa de la Aurora, pero no de la Aurora del amanecer, sino de la Aurora carnal, por la que perdió el norte un señero capitán.
Él, la colmo de oro, le construyo una torre, y en aquel palacio de lujos la encerró, para que nadie pudiera conquistar, ni rendir, a su divina perdición.
Así son los amores que amarran muy corto al amado, amores que en todo ven temor, amantes que viven martirizados por los celos y de todo recelan, amores de oro y desconfianza, de atalayas inexpugnables y tapias muy altas.
Y en aquella jaula dorada, se fue marchitando Aurora, ella que nació en el arrabal minero, y que se gano la vida desde bien chica, en las cantinas con sus gorjeos y contoneos, encerrada para el exclusivo disfrute y manoseo de un capitán señero, de un capitán celoso, de un capitán que el amanecer dorado de su amada, lo cubrió con siete velos.
Cerro de Plata, cerro de galerías, donde los mineros pobres pierden la vida. Cerro de destellos, que el pobre jornalero, tras sudarlos con sangre, pierde en las tabernas. Cerro sin Aurora, porque ya no tiene Aurora, Tegucigalpa, desde que, con siete llaves y tras siete velos, la secuestro el capitán que dice que la ama y que por su radiante belleza está enfermo de celos.