martes, 3 de marzo de 2020
A pleno sol
Él, le enseñó lo que no debe ser el amor, le enseñó a sufrir. Con él, aprendió lo que eran los celos, a padecer la desconfianza, la inseguridad. Demasiado tiempo aguanto todo aquello, más de veinte años, y a pesar de todo estuvo a su lado, con muchas idas y venidas, con otros en medio, con el dolor encharcando, casi siempre, todo. Y como ocurre de modo inevitable en estas historias, un día abandonó aquel tren, menoscabado por tanta crítica, por tanto desprecio, por tanta comparación sin tino y que no venían ni a cuento.
Él, se lo enseñó todo, llegó a sus manos virgen y las abandonó mancillado.
Marino, a pesar de esto, nunca le guardo rencor, siempre sintió cierta lástima por él, por su incapacidad para ser feliz, para hacerle feliz, para no recelar de todo, para no medirse de modo constante, para no entender que ser amantes no es competir, que el amor nunca resta, que el amor de verdad, sólo sabe sumar.
Y llegó el día, que la última gota lleno el vaso, una gota estúpida, como muchas de las que precipitaron antes, una gota de celos, de envidia y cargada de la crítica ácida que te suele hacer quien bien no te sabe querer. Precipitó y colmató la coraza de la valentía, que se había ido formando al amparo de tanta tóxica caricia. Ocurrio, sin extridencias, a pleno sol, en la calle, sin palabras, sólo con una mirada de adiós, que dejaba claro, que había perdido con él, más de veinte años, pero que aunque se marchaba de vacío, ya no iba a volver.
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