Sentir que uno va a desaparecer, fuerza la valentía de contar las últimas horas, de relatar el encierro, la soledad de rendirse, de postrarse en la cama y esperan que a nuestro pecho lo inflame el último aliento.
Estoy solo, no tengo ni progenitores, ni descendencia, es el drama de ser homoxesual en la Lombardia. Nada tengo, poco voy a legar, a unos sobrinos que siempre me han visto como un ser extraño, como un tío raro, como un personaje al que nunca se entretuvieron en comprender, valorar y abordar.
Sé, que me queda poco, que la moderada y pertinaz fiebre oprime mi pecho. Sé, que debo permanecer en mi casa. Sé, que estoy contagiado y ya no hay vuelta atrás. Soy de los prescindibles, soy de los que ya no cuentan, soy de los que dan ruido y ya nada aportan.
Estamos en el siglo XXI y que pocas cosas han cambiado. La hora de la muerte, sigue estando ahí, es una espada de Damocles, que yo, ahora siento como roza mi frente, afilada, gelida, finiquitadora.
Ya no tengo fuerzas ni para toser. He puesto en bucle, Oda a la muerte de Mister Henry Purcell, de Jeremiah Clarke. Morir tiene su teatralidad, y puestos a elegir en este forzado encierro, quiero y debo permitírmela.
Ya nada es mío, ya no siento ni que mi aliento me pertenezca. Sólo siento como me diluyo por algo tan minusculo como un virus, algo tan pequeño y tan poco valorado por los que nos rigen, por mi. Mi último mal, un mal de muchos, de muchos viejos, esos que hemos construido los nuevos tiempos, pero que hoy, para la necia juventud, sobramos.