domingo, 23 de junio de 2019

Doña Meña


Josefita la del café, notaba que algo le había ofendido, el gesto de Don Javier explicitaba el desagrado. Josefita era de natural alcahueta, irreflexiva en sus aseveraciones, y la verdad sea dicha no era el momento por mucha confianza que La del café, tuviera para echar en cara al Señor Vela, lo desatendida que había tenido a su madre. María Ignacia de la Huerta, la madre de Don Javier, agonizaba en sus brazos y no era ni hora, ni lugar para azuzar asentadas diferencias, que habían forzado al hijo a estar tan ausente de los últimos años de la vida de su madre. El caso es que estaba allí, complaciendo la llamada postrimera de su madre, y cerrando una herida que había hecho tanto daño a las dos partes.
Doña Meña, que era como la llamaban en el lugar, había sido una sargenta metomentodo, una urdidora de casamientos, pero con Javier dio con la horma de su zapato, no sólo no le hizo caso, sino que se ennovio y casó con la hija del Piconero, con Pascualita Mendo, arruinandole el entente de alianzas sociales que ella había trazado para sus cuatro vástagos. Don Javier, no sólo se habia desclasado, la había desobedecido y humillado en público, con aquella boda desigual en la Iglesia de San Nicolás de Tolentino. La cosa no era tan grave, sino fuera porque frustraba la programada alianza de Javier, con los Jaramillo-Quesada, los arruinados Marqueses de Villarín, que aparte de nombre tenían un palacete en la Alameda del Humedal, en el que se veía Doña Meña, pasando sus últimos días, oteando desde los acristalados miradores, el paso de tortola hacia la catedral.
Javier Enrique, era el preferido de María Ignacia, era el pequeño y el predilecto. Había sido el más consentido y delicado, el más afín, hasta que conoció a La Piconera.
No es que Doña Meña, no fuera de familia importante, pero no era tan importante como ella decía. Cierto es que tenía modales y clase y que era sobrina de un Obispo, y que cuando llego a El Palmar, como maestra, era la sensación de la ciudad, por su porte y estilo, y claro está porque daba clases en el elitista colegio de las Salesas, donde iban todas las niñas de bien de la comarca y de la ciudad.
Pronto María Ignacia, empezo a ser cortejada, y ella eligió con mucho tino, sin meter por medio la veleidad del amor. Se centró en el galante Conrado Vela, hijo de un notario y de Chelito Martel, la hija de los dueños de Galerías Oriente. Se centró en él, a pesar de ser un pavisoso, porque era hijo único, y cuando se es hijo único con nadie el legado lo tienes que repartir.
Conrado tenía buena planta y por supuesto, iba a ser notario como su padre, y por más por supuesto aún, heredaría su notaría en la Calle Cortes nº 13. Vamos que Conrado, no era el mejor partido, pero era un buen partido o al menos era el que estaba a su alcance.
A ese noviazgo no pusieron ninguna pega ni Don Conrado padre, ni Doña Chelito Martel, vieron en ella a una mujer sensata, que velaría por los intereses de Conradito, y que tenía esa necesaria dosis de ambición, muy estimada y necesaria en los emparentamientos de la clase media.
Los Vela-Martel, casaron al único, en la Catedral. La ceremonia la concelebraron el Obispo de El Palmar y el Excelentísimo Señor tío de María Ignacia, el Obispo de Azaba, Don Braulio Moreno de la Huerta. Empezaron con buen pie, saliendo en los ecos de sociedad de La Voz de El Palmar, el periódico de la urbe y comarca, el periodo que se leía en el Casino, lugar de encuentro y negocio de los que eran algo en la región.
Toda la vida la pasó Meña, proyectando futuro familiar, y el último peón, en el que había cifrado más expectativas, se lo vino a desbaratar.
Diez años que no venía a verla Javier, diez años desde el fiasco, diez años ausente en la vida de la urbe, en la vida artificial, en el Casino, en las fiestas de San juan, en los entierros de los importantes, en los paseos por la Alameda del Humedal, donde ves y eres visto, donde eres distante con quien tienes que serlo y te acercas a quien tienes que acercarte. Diez años sin Javier en los corros a la salida de la misa del domingo en la Catedral, en las tertulias, en los veladores de mármol rojo, de la terraza de El Imperial. Diez años en los que ella había corrido un tupido velo sobre el hijo díscolo, donde había tenido que ver como Inesita Jaramillo y Quesada, IX Marquesa de Villarín se casaba con el hijo de Marcela Domínguez, la mujer del dueño los Almacenes Crespo, enemigos naturales de los Vela-Martel , de los Vela de la Huerta. Diez años desde que Javier, frustró sus planes de ser Marquesa madre consorte, y asolanarse a la vista de todos, en el palacete de la Alameda del Humedal.


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