viernes, 7 de junio de 2019
El revuelo
El rumor en la calle iba creciendo y en casa la tensión era casi insostenible. Matilde no respondía a ninguna pregunta relacionada con su estado, no decía nada de su abultado vientre, que a pesar de su holgado e infantil vestido se mostraba de modo ostensible. Era la comidilla del pueblo, pero lo que realmente intrigaba era, de quién. Siempre estaba rezando, en los velorios, entre gente, sólo era posible que la preñaran forzándola en sus peregrinaciones a la ermita de Altagracia y que la criaturita de La Rezantera, lo cayara todo por miedo y vergüenza. Los rumores de la calle no estaban nada desencaminados en el cuando y en el cómo, pero faltaba la pieza de quién.
Don Rafael lo supo todo en confesión la mañana siguiente a los hechos, fue él quien la consoló y le dijo que no denunciara porque el revuelo sería mayor, fue el párroco de San Blas quien le dijo que esperara acontecimientos y que Dios en su infinita bondad la había hecho pasar por esta prueba por algo. También le recomendó estar vigilante en sus caminatas y que a partir de ese momento fuera a altagracia con su perro, con Pirraca, un mil leches descomunal que ladraba como un demonio y pegaba buenas dentelladas a los intrusos, que con malos fines querían entrar en la casa parroquial. Nadie se extrañaría en un primer momento de que se hiciera acompañar en sus caminatas por Pirraca, pues Matilde adoraba a los animales y el mil leches sentía debilidad por ella.
Altagracia estaba a unos tres kilómetros de la última casa de la Calle Real, calle en la que estaba la plazoleta de la Iglesia de San Blas y la casa parroquial, con lo cual nada a trasmano caía recoger al perro, para ir a rezar los rosarios de rigor.
Como precaución también Don Rafael, le entregó a Matilde la llave del camarín, para que rezara encerrada en él. Con todas estas cautelas y tras la advertencia y bronca a Gervasio, que el curita le había propinado tras hacerlo llamar a la casa parroquial a la hora de la siesta, cuando menos gente hay en la Calle Real y por tanto menos alcahuetas fisgando para propagar chismes. El joven cura no violaba ningún secreto de confesión, al amenazar al monstruo que había ultrajado a la niñita, pues El Jabalí Cabreao, sabía mejor que nadie lo ocurrido y por tanto no había secreto que propagar.
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